“El futuro no es un regalo, es una conquista” (Robert Kennedy)
Perdida en
la variedad de opciones de una carta en un restaurant. Paralizada mientras
paseo mi mirada aturdida por los innumerables modelos, talles y colores en un
centro comercial. Sentirme absolutamente impotente a la hora de elegir ante la
diversidad de un mismo producto en las
góndolas de un supermercado. Dudar hasta el desaliento sobre cuál será el
atuendo más adecuado para asistir a un
evento. Todas estas son situaciones cotidianas, que representan un pequeño porcentaje de la enorme suma de elecciones
que realizamos a diario y no hacen más que dejar al descubierto la tremenda
dificultad que eso representa en mi universo.
Soy de las
que creen que la vida es un constante decidir y es así como moldeamos nuestro
destino ¡Así
de simple, así de trascendente! Siempre pensé que para las personas que
creen en la predeterminación, en el destino, esto no debe representar problema
alguno. La idea de tener un destino prediseñado por una inteligencia superior,
de alguna manera es un alivio. La toma de decisiones deja de ser un tema de
responsabilidad individual, determinante
para el futuro y uno puede relajarse para convertirse ya sea en una víctima o en
el feliz poseedor de un futuro promisorio, el que estará siempre al acecho o
esperándonos en el podio de los triunfadores, según sea el caso. La contracara de este escenario es que no hay
escapatoria y eso deja de parecerme esperanzador. No importa lo que hagas, cuan
bien lo realices, cuanto empeño y buena voluntad saques a relucir, las cartas
están echadas y lo único que resta es esperar que el porvenir llegue, se manifieste y aceptar lo
que te toque en suerte.
Tratar de
escapar de la toma de decisiones es una ficción. También lo veo como un acto de
inmadurez, que tiene su raíz en nuestra infancia, cuando los mayores eran los que elegían
por nosotros: horarios, comidas, hábitos, juegos, amigos, abrigos, remedios,
conductas. Alguien pensaba por nosotros y se suponía que sabían lo que estaba
bien y lo que estaba mal y así decidían por nosotros para nuestro mayor bien y
felicidad. De eso no se nos ocurría ni dudar, aun cuando podíamos estar en
desacuerdo. La idea que existía alguien con más experiencia y sabiduría,
comprometido con nuestro bienestar, nos ponía en una situación protegida,
pasiva y despreocupada. Ellos eran los responsables de ofrecernos el mejor
futuro posible y es tan fuerte esa creencia, que es muy común encontrar adultos
resentidos porque la vida nos les resulta como les hubiera gustado y culpan a
sus progenitores por ello. Poner la culpa afuera y no hacerse cargo, es un
rasgo también muy infantil.
Existe esta
otra creencia que postula que a mayor cantidad de opciones para elegir, mayor
libertad y por ende mayor felicidad. Yo disiento con esto. Soy mucho más feliz
cuando me dan un menú con 5 opciones de entradas, 5 platos principales y 5 postres, que cuando termino por perderme en esos menues
eternos, que al llegar a la última hoja, te olvidaste lo que te ofrecían en las
primeras. Me cuesta mucho menos elegir si entro a una pequeña boutique, que a un
gigantesco shopping center. Creo tener
la explicación para esto: cada vez que debemos escoger entre una multiplicidad de opciones, vamos a querer la
más perfecta y descartar el resto. Cuando el número de opciones es menor,
creemos poder hacer una evaluación más minuciosa y por ende las chances de
arrepentimiento o dudas sobre si hicimos la mejor elección, es más baja. Ocurre
lo opuesto cuando la oferta es abrumadora, la expectativa es más alta y elijamos
lo que elijamos, aun cuando esta elección sea excelente, siempre nos acompañará la duda si pudimos hacer una exhaustiva apreciación o se nos escapó una opción aún
mejor.
Paradójicamente,
así como me genera un gran estrés tomar decisiones, pensar que mi futuro está
en las manos de otro, me desespera. Seguro que esto también deja ver una
cuestión con mi capacidad para confiar, (tema al cual ya dediqué otro post) no
obstante ello, con estrés incluido, sigo pensando que ser el artífice del
propio destino, es una posición mucho más entretenida y desafiante, que
requiere de audacia y coraje para enfrentar la incertidumbre que genera el
hecho de elegir, porque no hay garantías.
El desafío quizás, para que
elegir no se convierta en un acto abrumador, será dejar de obsesionarse por lo perfecto. Bien sabido es que lo perfecto es enemigo de lo posible. La perfección paraliza
y para que podamos construir un futuro viable, será necesario tomar riesgos y ponernos en acción. Al final
del día, todas nuestras elecciones cuentan, las buenas, las malas y las regulares. Cada una aportará una pincelada
de color diferente a la más trascendente obra que podamos encarar: el diseño de la vida misma.