“El ego es como tu
perro. El perro tiene que seguir al amo y no el amo al perro. Hay que hacer que
el perro te siga. No hay que matarlo, sino que domarlo”. (Alejandro Jodorowsky)
Todavía recuerdo la
tarde en la que le contaba a una amiga un drama personal y a modo de daga, me lanzó
eta frase: "La dimensión de tu drama es directamente proporcional al tamaño
de tu ego".
En ese momento me enojé.
No me pareció una respuesta para nada reconfortante o compasiva, pero fue sin
dudas un golpe certero y revelador, que provocó que nunca más volviera a pensar
o mirarme como lo venía haciendo.
Esto me llevó a preguntarme sobre el ego y la auto-compasión;
de qué manera me relacionaba con ellos y
qué es lo pensaba cuando me enojaba.
Después de explorar
y repasar una variedad de experiencias de enojos a lo largo de mi vida, pude
concluir que mis reacciones de enojo se reducen a la convicción de estar siendo
víctima de algo injusto. Me enojo cuando algo o alguien intervienen en mi vida de una
manera que yo no merezco. Lo que está
ocurriendo como resultado de esa acción, no es lo que yo deseo y es, a
todas luces, según mi juicio o ego, una injusticia.
Siguiendo con el
reduccionismo histórico, noté que mis clásicas reacciones, en el mejor de los
casos, respuestas, ante el enojo son dos: quejarme y vociferar mi enojo con los
epítetos que me resulten más adecuados para la situación o auto-compadecerme.
Esta última elección, es la que más detesto de mi misma. Como lo dije ya en un post anterior, la autocompasión es un arte muy dañino de manipulación interior y exterior. El único fin que
persigue, es reclamar ya sea la atención
de los demás y/o maldecirnos a nosotros mismos. La autocompasión no ayuda, no suma, ni siquiera sirve como
mecanismo de descarga o liberación.
Creo que casi todo
ego tiene algún elemento de “identidad de víctima”. Esa imagen de víctima puede
llegar a ser tan fuerte que termina convirtiéndose
en el núcleo central de su identidad. Y los complementos que no faltan son el
resentimiento y los agravios, que pasen a ser parte esencial de su sentido del
yo.
Por lo general,
cada vez que nos referimos al ego, lo hacemos como si fuera un tirano que nos
lleva de las narices según su capricho de turno. No quiero estigmatizar al ego.
El ego es una instancia psíquica
que nos confiere identidad y permite reconocernos como “yo”. Es quien nos da
ese punto de referencia ante los fenómenos físicos y media entre la realidad
del mundo exterior.
Hasta aquí, todo
bien, el problema se presenta cuando vivimos a través del ego y no sabemos
estar presentes en el ahora. Nos pasamos utilizando al momento presente como un
medio para un fin. Vivimos para el futuro, y cuando conseguimos esos benditos objetivos
que habitaban en el futuro, no nos satisfacen, o al menos no por mucho tiempo. El
sentido del yo característico del ego necesita el conflicto porque su identidad
separada se fortalece luchando contra esto o lo otro, y demostrando que esto soy “yo” y eso no soy “yo”.
Así es como aparecen la queja y la reactividad. Seguramente se cruzan a diario
con personas, las cuales tienen como hábito emocional-mental favorito, quejarse
o reaccionar contra el mundo. Les
encanta señalar que los demás o una determinada situación, están “equivocados”,
mientras ellos “tienen razón” o saben cómo son las cosas. Quizás tener razón
los hace sentir superiores, fortaleciendo así su sentido del yo pero en
realidad sólo están fortaleciendo la ilusión del ego.
Esto es un constante
aprendizaje que me lleva a concluir que cuando las cosas no van según mis
expectativas o deseos, la infelicidad, enojo o frustración están más conectados
con el condicionamiento de mis pensamientos que con las circunstancias de la vida.
Poder identificar cuáles son esos pensamientos y reconocer mis emociones, es lo
que me permite superarlas y seguir adelante. Las emociones se disparan, no las
elijo pere sí puedo elegir cuanto tiempo quiero permanecer en ellas.