Me llevó mucho tiempo tomar conciencia
que había permanecido gran parte de mi vida atrapada en ese juego de roles, en
el que el mundo se dividía en victimas o victimarios. A partir de
ese momento, en un principio intuitivamente y luego a pura conciencia obstinada,
no paré de buscar la llave liberadora, que me permitiera escapar de esa trampa y salvarme.
Cité a Oriah Mountain Dreamer al final de mi post anterior, en su poema The Invitation, porque resume con
claridad esa necesidad vital que me acuciaba: salvarme, aún siendo señalada de traidora por no ser
funcional a la manipulación de terceros.
Poder elegirme sin culpa o vergüenza, sintiéndome merecedora del
legítimo derecho de ser feliz y entendiendo que el peor de los pecados sería
traicionar mi propia naturaleza.
En este proceso de definir
cómo quería estar parada en el mundo y de qué manera vivir mi vida, a veces me encontré jugando de victima,
otras, de victimario. Ninguno de esos espacios me resultó cómodo y fue así como
empecé a desandar el camino de la culpa para entrar al terreno de la
responsabilidad y decidir que es en este espacio donde quería permanecer.
Algunos descubrimientos fueron determinantes para tomar esta decisión:
- Reconocerme portadora de una negativa herencia moral judeocristiana que me predisponía sentir culpa y aprender a estar atenta a ello.
- Entender que la vida es cambio permanente y que era necesario revisar mis paradigmas para poder así re-definir si lo que antes parecía correcto, aun seguía en ese plano o no y en función a eso re-diseñar mi sistema de creencias.
- Saber que mi vida se siente en armonía y verdadera, sólo cuando no hay contradicciones entre lo que siento, digo y hago.
El peor rasgo que encontré de
la culpa fue el devastador efecto de devaluación que provoca en sus portadores.
Cuando nos sentimos culpables, (no importa si somos victimas o victimarios, si
lo sentimos a flor de piel o en lo más profundo de nuestras consciencias), terminamos
por elaborar el peor concepto de nosotros mismos, nos juzgamos como personas
detestables, merecedoras del más cruel castigo por haber quebrado algún mandato social,
moral o religioso. La culpa en todos los casos debilita, afecta nuestro
discernimiento, socava la autoestima, dejándonos susceptibles al chantaje y manipulación.
En el uso del lenguaje y en
la forma de vivir las emociones y sentimientos, es difícil distinguir la
diferencia entre culpa y responsabilidad. La culpa generalmente está ligada con
la sensación de haber cometido un pecado o un crimen. La responsabilidad está
ligada a la idea de poder hacernos
responsable de nuestras acciones o deseos. Cuando aparece la culpa como
consecuencia de una acción, el malestar está dirigido a nuestra auto-valoración como individuos. Si aparece la responsabilidad, el malestar está ligado a la
acción y a la capacidad de repuesta y
enmienda que podemos generar. La culpa no ofrece una respuesta
superadora. El arrepentimiento no es reparador.
Salir de la trampa de la
culpa, tiene su precio. Mucha gente se enojó, otros se
alejaron, quedaron los que resonaban con mi búsqueda y aparecieron nuevas y valiosas
personas en mi vida. Cuando pude dejar de reaccionar y de culpar o culparme,
aprendí que podía elaborar mis respuestas y así fue como mi relación con la
culpa empezó a disolverse, empezaron a haber menos victimas y verdugos. Debo
admitir que en un principio, me asusté un poco. Sentí que me quedaba sola, con
mi destino entre mis manos. La costumbre de poder “culpar” a un otro, sea una
persona, el clima o el destino por mis frustraciones o sufrimientos, era
bastante cómodo. Tomar total responsabilidad de mis actitudes y respuestas
emocionales era un desafío liberador pero a la vez demandaba mi mayor entrega
en autenticidad y control sobre mi ego.
Con todo esto, no quiero estigmatizar
la culpa. Para mi es importante poder reconocerla cada vez que aparece, experimentarla,
identificar porque se encuentra ahí y dejarla fluir hasta poder conducirla al
siguiente estadio. Es la responsabilidad quien me conduce a un camino de
reflexión, a creer que un orden es posible y que puedo ser fiel a mis deseos,
en tanto y en cuanto sea capaz de responder por ellos.