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jueves, 13 de marzo de 2014

Des-Estructurando Mitos

“Los estructurados viven orientados a conseguir logros, mientras que los relajados, viven en búsqueda de la gratificación”.

¿Cuántas veces nos debatimos entre la seguridad de las estructuras y la incertidumbre de la  libertad? Las antinomias estructura vs. libertad o seguridad vs. riesgos, inevitablemente gravitan en nuestras mentes y corazones cada vez que elegimos.

El instinto de supervivencia rige nuestras elecciones y tendemos a priorizar todo aquello que garantice la vida. Cuando tenemos que optar entre tomar riesgos o quedarnos con lo seguro,  para los que aborrecemos las estructuras, en algún lugar de nuestro ser resuena la conocida frase atribuida a Darwin: "No es la especie más fuerte la que sobrevive, ni la más inteligente, sino la que mejor se adapta a los cambios". La tentación por elegir lo conocido es tan grande, que rápidamente nos envalentonamos tras esta máxima, desafiando cuanto riesgo se presente y nos animamos a asignar mayor valor a la capacidad de ser flexibles, que a la seguridad que brindan las estructuras.

Están también los indecisos, que manifiestan en mayor o menor grado, la contradicción de querer gozar de los beneficios de ambas situaciones, sin tener que elegir una de ellas.  Si bien detestan sentirse privados de la libertad en cualquier ámbito de la vida, muchas veces se sorprenden añorando la contención de un entorno sólido, donde no haya cabida para la inconsistencia de lo incierto. También sucede, que después de un tiempo de tanta previsibilidad,  se torna aterrador pensar que todo el potencial de la existencia quedará confinado tras las paredes de la rutinaria seguridad y ofrecen, desesperados, sus “reinos”, con tal de saltar las murallas de esa fortaleza y aventurarse a enfrentar cualquier riesgo que los saque del aburrido letargo.

En mi caso, admito, que todo lo referido a “estructuras” era un equivalente a mala palabra. Cada vez que escuchaba decir “estructurado” aplicado a una persona, un trabajo, una rutina o cualquier actividad, (ni que decir, si se refería a mi misma!!), automáticamente lo relacionaba con atributos negativos, relativos a rígido, duro, exigente, poco creativo, hasta aburrido o predecible. La felicidad estaba garantizada por lo opuesto, lo relajado, fluido, espontáneo, sin reglas o guiones pre-establecidos. Ser flexible era sinónimo de ser libre y para ello me la pasé evitando ataduras, a cualquier estructura que coarte ese derecho fundamental.

También están los que sienten pavor a la ausencia de estructuras. Prescindir de ellas, es como andar desnudos por la vida (tema al que le dediqué todo un post hace unos meses :"Miedo al caos").

En un intento por reivindicar la connotación del concepto, las estructuras no tienen como única finalidad aportar rigidez, también dan sostén, protección y salvan distancias.  Son las que delinean las formas, dan orden y dirección. Hay estructuras que definen en muchos casos nuestros orígenes e identidad. Son el punto de partida para lanzarnos, avanzar, improvisar, crear nuevos escenarios y si es necesario, también volver. Son los cimientos y el esqueleto sobre los cuales desplegamos nuestras creaciones. Hay inclusive  algo sabio en ciertas estructuras y proporciones, que se repiten en la naturaleza, la pintura, diseño y  arquitectura, que parecieran reflejar un orden superior, una sabiduría universal (proporción aurea).  


Me pregunto si no hemos denostado injustamente a las estructuras. Si bien la exagerada rigidez en las mismas resulta asfixiante, la ausencia de ellas puede tornar la existencia misma, en una experiencia anárquica y caótica. Reconocer el valor de las estructuras, nos permite creer en un orden posible y necesario, donde la creatividad también tenga cabida. Quizás la clave esté en perder el miedo a quedar atrapados en ellas como excusa para no arriesgar y probar nuevos caminos.  Quizás, en lugar de mirarlas con temor, podríamos animarnos a abandonar la quimera del control, mientras juntamos el coraje necesario para usar las estructuras como un puente que nos acerque a nuevos horizontes.

jueves, 12 de diciembre de 2013

Ubuntu, una palabra que refleja una manera de vivir

"¿Cómo puede uno de nosotros sentirse feliz, si alguno de los demás está triste? Soy porque somos."
Me encanta descubrir palabras nuevas, palabras inspiradoras, que en pocas sílabas logran concentrar un conjunto de conceptos poderosos. Esta última semana me crucé  con una de ellas: Ubuntu.
Ubuntu, expresa un valor ético sudafricano tradicional, enfocado en la lealtad de las personas y las relaciones entre éstas. La palabra proviene de las lenguas Zulúes y Xhosa y describe no sólo una creencia, sino una forma de estar y vivir en este mundo.
Hay varias traducciones posibles del término al español. Podríamos decir que una persona ubuntu, es aquella que posee un sentido de humanidad e igualdad hacia el otro; que cree que su existencia está ligada a la existencia de los otros, que su bienestar o desgracia es común a todos, que tiene la convicción de la presencia de un enlace universal que conecta a toda la humanidad.
Este mes se nos fue Nelson Mandela. Uno de los últimos ejemplos de liderazgo moral y espiritual de estos tiempos. Madiba, nombre  que recibió de su clan, como muestra de cariño y respeto, fue sin duda uno de los más altos exponentes de lo que significa ser ubunto.
Su liderazgo, se distinguió por una tremenda humildad y grandeza. Convencido de que todos somos uno y partes de un todo, logró reconciliar a un país profundamente fragmentado, promoviendo la dignidad e igualdad, como derechos de todos los ciudadanos. Así dio a luz a una nueva Sudáfrica, basada en los firmes cimientos de la no violencia, la  reconciliación y el respeto por la diversidad.
Mandela no buscó adeptos, ni ser protagonista. Su misión no fue convertirse en un héroe, sino en un servidor. Tuvo la visión de una nueva forma de liderazgo, más inclusiva, entendiendo que un líder, es un servidor y que el mejor servidor, es aquel que pasa desapercibido. Ese  fue su mayor talento y su mejor legado: concebir el valor de “liderar desde atrás”. De todas las enseñanzas que nos dejó este maestro, liderar desde atrás, es uno de los que más me impacta. Él lo explica de una manera simple y contundente:
“Un líder es como un pastor que permanece detrás del rebaño y permite que los más ágiles vayan por delante, tras lo cual, los demás les siguen, sin darse cuenta de que en todo momento están siendo dirigidos desde atrás”.
En estos tiempos marcados por la sed de protagonismo individualista y por el autismo social, tendemos a encerrarnos cada vez más en nuestros intereses, problemas y miedos, desconectándonos del sentido de comunidad. Vamos perdiendo sensibilidad ante las necesidades de los demás y nos escudamos en burbujas “ideales”, donde los paradigmas de felicidad están basados exclusivamente en el éxito personal. Cuánto necesitamos como sociedad, nutrirnos del concepto de esta palabra Zulú y recuperar valores tales como el altruismo, el amor, el respeto al prójimo y la compasión.
Nelson Mandela,  hizo honor a la filosofía Ubuntu. Hoy blancos y negros lloran su partida con el mismo dolor y admiración. Lloran a un hombre despojado de ego o resentimiento, que con sus valores, supo cambiar la historia de la humanidad. Ojalá su ejemplo nos guie y que la filosofía Ubuntu sirva al mundo de inspiración, para creer que un futuro más esperanzador es posible.

lunes, 17 de junio de 2013

El futuro en mis manos

“El futuro no es un regalo, es una conquista” (Robert Kennedy)

Perdida en la variedad de opciones de una carta en un restaurant. Paralizada mientras paseo mi mirada aturdida por los innumerables modelos, talles y colores en un centro comercial. Sentirme absolutamente impotente a la hora de elegir ante la diversidad  de un mismo producto en las góndolas de un supermercado. Dudar hasta el desaliento sobre cuál será el atuendo más adecuado para asistir  a un evento. Todas estas son situaciones cotidianas, que representan un pequeño  porcentaje de la enorme suma de elecciones que realizamos a diario y no hacen más que dejar al descubierto la tremenda dificultad que eso representa en mi universo.
Soy de las que creen que la vida es un constante decidir y es así como moldeamos nuestro destino ¡Así  de simple, así de trascendente! Siempre pensé que para las personas que creen en la predeterminación, en el destino, esto no debe representar problema alguno. La idea de tener un destino prediseñado por una inteligencia superior, de alguna manera es un alivio. La toma de decisiones deja de ser un tema de responsabilidad individual,  determinante para el futuro y uno puede relajarse para convertirse ya sea en una víctima o en el feliz poseedor de un futuro promisorio, el que estará siempre al acecho o esperándonos en el podio de los triunfadores, según sea el caso.  La contracara de este escenario es que no hay escapatoria y eso deja de parecerme esperanzador. No importa lo que hagas, cuan bien lo realices, cuanto empeño y buena voluntad saques a relucir, las cartas están echadas y lo único que resta es esperar que el  porvenir llegue, se manifieste y aceptar lo que te toque en suerte.
Tratar de escapar de la toma de decisiones es una ficción. También lo veo como un acto de inmadurez, que tiene su raíz en nuestra infancia, cuando los mayores eran los que elegían por nosotros: horarios, comidas, hábitos, juegos, amigos, abrigos, remedios, conductas. Alguien pensaba por nosotros y se suponía que sabían lo que estaba bien y lo que estaba mal y así decidían por nosotros para nuestro mayor bien y felicidad. De eso no se nos ocurría ni dudar, aun cuando podíamos estar en desacuerdo. La idea que existía alguien con más experiencia y sabiduría, comprometido con nuestro bienestar, nos ponía en una situación protegida, pasiva y despreocupada. Ellos eran los responsables de ofrecernos el mejor futuro posible y es tan fuerte esa creencia, que es muy común encontrar adultos resentidos porque la vida nos les resulta como les hubiera gustado y culpan a sus progenitores por ello. Poner la culpa afuera y no hacerse cargo, es un rasgo también muy infantil.
Existe esta otra creencia que postula que a mayor cantidad de opciones para elegir, mayor libertad y por ende mayor felicidad. Yo disiento con esto. Soy mucho más feliz cuando me dan un menú con 5 opciones de entradas,  5 platos principales y  5 postres, que  cuando termino por perderme en esos menues eternos, que al llegar a la última hoja, te olvidaste lo que te ofrecían en las primeras. Me cuesta mucho menos elegir si entro a una pequeña boutique, que a un gigantesco shopping center.  Creo tener la explicación para esto: cada vez que debemos escoger entre una  multiplicidad de opciones, vamos a querer la más perfecta y descartar el resto. Cuando el número de opciones es menor, creemos poder hacer una evaluación más minuciosa y por ende las chances de arrepentimiento o dudas sobre si hicimos la mejor elección, es más baja. Ocurre lo opuesto cuando la oferta es abrumadora, la expectativa es más alta y elijamos lo que elijamos, aun cuando esta elección sea excelente, siempre nos acompañará  la duda si pudimos hacer una exhaustiva  apreciación o se nos escapó una opción aún mejor.
Paradójicamente, así como me genera un gran estrés tomar decisiones, pensar que mi futuro está en las manos de otro, me desespera. Seguro que esto también deja ver una cuestión con mi capacidad para confiar, (tema al cual ya dediqué otro post) no obstante ello, con estrés incluido, sigo pensando que ser el artífice del propio destino, es una posición mucho más entretenida y desafiante, que requiere de audacia y coraje para enfrentar la incertidumbre que genera el hecho de elegir, porque no hay  garantías
El desafío quizás, para que elegir no se convierta en un acto abrumador, será dejar de obsesionarse por lo perfecto. Bien sabido es que lo perfecto es enemigo de lo posible. La perfección paraliza y para que podamos construir un futuro viable, será necesario tomar riesgos y ponernos en acción. Al final del día, todas nuestras elecciones cuentan, las buenas, las malas y las regulares. Cada una aportará una pincelada de color diferente a la más trascendente obra que podamos encarar: el diseño de la vida misma.




miércoles, 22 de mayo de 2013

En el Nombre del Miedo


“Ten cuidado con el miedo, le encanta robar sueños…”

Ayer hablaba con una amiga de los miedos y fue motivo para repasar  los míos. Mis miedos tienen muchas caras: de jaulas, de paredones infranqueables, de oscuridad, de herencias, de mandatos familiares, de rechazos, de fracasos, de desamor. Me cuesta pensar en el miedo sin sentirme invadida por una oleada de rebeldía. ¿Porque, a quién le gusta ser  víctima del miedo?  Sin dudas la valentía tiene mucha mejor fama que el miedo y de alguna manera todos queremos ser valientes y no miedosos. Pero no nos confundamos, ser valiente no se trata de no tener miedo, sino de  animarse, con miedo y todo.

¿Cuántas cosas dejamos de hacer por miedo? Por miedo a lo que sea. Ponemos mil excusas que pueden incluir desde la pereza absoluta, hasta el pánico a que las cosas no salgan como lo deseamos. Así es como nos paralizamos y pasamos a ser observadores de nuestras propias vidas, como si se tratara de una ficción protagonizada por algún actor extraño, que nada tiene que ver con nosotros. Nos perdemos, hasta lograr juntar el valor necesario para volver de nuevo a escena y enfrentar al monstruo de turno que nos espanta. De todas maneras, el juego de la vida es un poco así; nadie encuentra su camino sin haberse perdido, en el mejor de los casos, unas cuantas veces.

Pero volviendo a mirar al miedo, más de cerca, cara a cara, este no deja de ser una emoción más. Lo importante de reconocerlo como tal, es saber que es la emoción y  no la razón, la que nos predispone a la acción.  Como dice Humberto Maturana, “las acciones tienen que ver con las emociones que permiten su realización; así, dependiendo de la emoción en que uno se encuentre, será el tipo de acción que puede realizar, en cada momento”. Es decir, el miedo nos va a predisponer a ciertas acciones, distintas a las que nos inclinarían el enojo o la alegría. Y por lo general el miedo o nos hace huir, o nos paraliza. Ninguno de los dos casos son acciones que nos ayudan a avanzar y superarnos en la vida.

Un buen ejercicio para lidiar con el miedo es ponerle nombre, identificarlo, no dejarlo crecer de manera caprichosa e indefinida. Más de una vez  me sorprendí  al constatar que, a menudo, no eran más que meros fantasmas. Es de la única manera en que pude intervenir, cuando supe a qué tenía miedo, cuál era el  motivo, si se trataba de alguna reacción por mis creencias o experiencias vividas. Insisto, el problema está  en el miedo difuso, que no sabemos por dónde abordarlo.  En el momento en que logro nombrar mi miedo, su efecto sobre mí ya es considerablemente menor. De ahí en más,  puedo  decidir con más claridad cómo actuar. También hubo momentos en los cuales no supe qué  hacer, reconocerlo, tranquiliza y me llevó a aprender a pedir ayuda y a estar en paz con mis limitaciones y vulnerabilidad.

El miedo por otro lado, no es siempre el malo de la película, hasta puede resultarnos un buen aliado cuando actúa de señal de alarma, impidiéndonos  andar a carne viva, inconscientes por el mundo. Si no fuera por el miedo, quizás hubiéramos desaparecido como especie. Hay algo protector y conservacionista inherente al miedo. La idea no es ignorarlo, sino reconocerlo y dominarlo.

Los miedos son condicionantes, especialmente de la libertad del ser humano. Identificarlos, acotarlos y verbalizarlos son los primeros pasos para liberarnos. Pero esta es una lucha que sólo podemos dar individualmente, ya que  el hombre teme a distintas cosas, según sus circunstancias y esto convierte a la libertad en una conquista intransferible.

jueves, 21 de marzo de 2013

El egoísmo necesario


“Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:37)


Hay días en los que un gran abismo separa a mi yo real  de mi yo ideal. Hoy es uno de esos días. Hoy me levanté “egoísta" y lo escribo entre comillas porque es un término que hasta el día de hoy, me genera sosobra.

Me desperté rebelde,  sin ganas de cumplir con mis listas de: debo hacer, debo ser, debo estar, debo tener. Me levanté  con el firme propósito de no hacer nada que realmente no sienta genuinas ganas de hacer y lo más importante, no sentirme culpable por ello. Hoy quiero escucharme, reconocer qué es lo que realmente quiero, necesito y registrarlo como válido. Lograr el convencerme que mis necesidades merecen ser atendidas con amor, dedicación y compromiso. Y estoy hablando de mi propio amor, de mi dedicación y compromiso.Saberme tan merecedora de amor, como mi prójimo.

Qué  difícil es sentirse merecedora de atención y cuidado, si, de uno mismo; cuando el mote de egoísta fue uno de los que más resonó en mis oídos desde mi pre-adolescencia hasta ya entrando a mi adultez. Ella me lo decía con frecuencia, con demasiada frecuencia, a tal punto que terminé  por creérmelo y es hasta el día de hoy, uno de los puntos más débiles sobre los que fui construyendo mi identidad.

Nadie me enseñó  a priorizarme, hacerlo era sinónimo de egoísmo y eso tiene muy mala prensa, tanto, que durante muchos años me convertí en una perfecta intérprete de lo que otros esperaban de mí, para complacerlos. No importaba lo que yo quisiera, sólo importaba no ser tildada de egoísta. De niña, no tenía herramientas para identificarlo y así aprendí que mis necesidades no eran merecedoras de atención, entrando en la gran matriz de la manipulación de los adultos. Ese espacio amenazador, en el cual sientes que si no haces según te indican o esperan tus progenitores o mayores, no eres merecedora de su amor y lo que es peor aún, puedes ser castigada y hasta olvidada.

Gracias a la Vida, pude ir despegándome de esos rótulos que calaron tan profundamente en mi autoestima, determinando la forma en la cual me relaciono con el mundo. En el momento en el que pude dejar de dar crédito y tomar los juicios de mis padres como una verdad absoluta, fue señal de que me estaba volviendo un adulto y como adulto, puede empezar a elegir con libertad.

“Hacerse adulto significa dejar de ser hijo/a, para sentirse independiente y formar un mapa de relaciones maduras, en las que te sientes el sujeto que elige, no sujeto por la imposición. Si no se puede dejar de ser hijo porque sigues a la espera de ser querido, es imposible ejercer la acción de escoger desde la libertad; simplemente te encuentras sumergido en amores, amistades que no has elegido y no comprendes bien qué o quién te mantiene vinculado a ellas.”

Lo repito y me lo repito casi a diario, no hay posibilidades de generar vínculos sanos y constructivos si antes no podemos establecer una buena relación con nosotros mismos. Para ello, debemos tener una cuota necesaria de sano egoísmo, que nos permita preservarnos y conocernos. En este contexto, ser egoísta no implica convertirse en el centro del universo y manejar el entorno a nuestro antojo. Requiere tener el coraje de quitarnos las máscaras y tomarnos el  tiempo para conectar con lo que creemos, queremos, pensamos y sentimos, más allá de las expectativas de terceros. Este es el primer paso para dejar de esperar y pedir que los demás sean veedores de nuestras vidas, asumiendo la responsabilidad de todo lo que somos, hacemos y decimos.

domingo, 6 de enero de 2013

El Precio


Me llevó mucho tiempo tomar conciencia que había permanecido gran parte de mi vida atrapada en ese juego de roles, en el que el mundo se dividía en victimas o victimarios. A partir de ese momento, en un principio intuitivamente y luego a pura conciencia obstinada, no paré de buscar la llave liberadora, que me  permitiera escapar de esa trampa y salvarme.

Cité a Oriah Mountain Dreamer al final de mi post anterior, en su poema The Invitation, porque resume con claridad esa necesidad vital que me acuciaba: salvarme,  aún siendo señalada de traidora por no ser funcional a la manipulación de terceros.  Poder elegirme sin culpa o vergüenza, sintiéndome merecedora del legítimo derecho de ser feliz y entendiendo que el peor de los pecados sería traicionar mi propia naturaleza.

En este proceso de definir cómo quería estar parada en el mundo y de qué manera vivir mi vida,  a veces me encontré jugando de victima, otras, de victimario. Ninguno de esos espacios me resultó cómodo y fue así como empecé a desandar el camino de la culpa para entrar al terreno de la responsabilidad y decidir que es en este espacio donde quería permanecer. Algunos descubrimientos fueron determinantes para tomar esta decisión:
  • Reconocerme portadora de una negativa herencia  moral judeocristiana que me predisponía sentir culpa y aprender a estar atenta a ello.
  •  Entender que la vida es cambio permanente y que era necesario revisar  mis  paradigmas para poder  así re-definir si lo que antes  parecía correcto, aun seguía en ese plano o no y en función a eso re-diseñar mi sistema de creencias.
  •   Saber que mi vida se siente en armonía y verdadera,  sólo cuando no hay contradicciones entre lo que siento, digo y hago.
En esto que yo llamo el “Juego de Victimas y Victimarios”,  la culpa tiene un papel crucial y  está claro que de juego no tiene nada. Quizás sea una de las dinámicas  más intrincadas y dolorosas  en las que nos enredamos los seres humanos.

El peor rasgo que encontré de la culpa fue el devastador efecto de devaluación que provoca en sus portadores. Cuando nos sentimos culpables, (no importa si somos victimas o victimarios, si lo sentimos a flor de piel o en lo más profundo de nuestras consciencias), terminamos por elaborar el peor concepto de nosotros mismos, nos juzgamos como personas detestables, merecedoras del más cruel castigo por haber quebrado algún mandato social, moral o religioso. La culpa en todos los casos debilita, afecta nuestro discernimiento, socava la autoestima, dejándonos susceptibles al chantaje y manipulación.

En el uso del lenguaje y en la forma de vivir las emociones y sentimientos, es difícil distinguir la diferencia entre culpa y responsabilidad. La culpa generalmente está ligada con la sensación de haber cometido un pecado o un crimen. La responsabilidad está ligada  a la idea de poder hacernos responsable de nuestras acciones o deseos. Cuando aparece la culpa como consecuencia de una acción, el malestar está dirigido a nuestra auto-valoración como individuos. Si aparece la responsabilidad, el malestar está ligado a la acción y a la capacidad de repuesta y  enmienda que podemos generar. La culpa no ofrece una respuesta superadora. El arrepentimiento no es reparador.

Salir de la trampa de la culpa, tiene su precio. Mucha gente se enojó, otros se alejaron, quedaron los que resonaban con mi búsqueda y aparecieron nuevas y valiosas personas en mi vida. Cuando pude dejar de reaccionar y de culpar o culparme, aprendí que podía elaborar mis respuestas y así fue como mi relación con la culpa empezó a disolverse, empezaron a haber menos victimas y verdugos. Debo admitir que en un principio, me asusté un poco. Sentí que me quedaba sola, con mi destino entre mis manos. La costumbre de poder “culpar” a un otro, sea una persona, el clima o el destino por mis frustraciones o sufrimientos, era bastante cómodo. Tomar total responsabilidad de mis actitudes y respuestas emocionales era un desafío liberador pero a la vez demandaba mi mayor entrega en autenticidad  y control sobre mi ego.

Con todo esto, no quiero estigmatizar la culpa. Para mi es importante poder reconocerla cada vez que aparece, experimentarla, identificar porque se encuentra ahí y dejarla fluir hasta poder conducirla al siguiente estadio. Es la responsabilidad quien me conduce a un camino de reflexión, a creer que un orden es posible y que puedo ser fiel a mis deseos, en tanto y en cuanto sea capaz de responder por ellos.