“Ten cuidado con el
miedo, le encanta robar sueños…”
Ayer hablaba con una amiga de los
miedos y fue motivo para repasar los míos. Mis miedos tienen muchas
caras: de jaulas, de paredones infranqueables, de oscuridad, de herencias, de
mandatos familiares, de rechazos, de fracasos, de desamor. Me cuesta pensar en
el miedo sin sentirme invadida por una oleada de rebeldía. ¿Porque, a
quién le gusta ser víctima del miedo? Sin dudas la valentía tiene
mucha mejor fama que el miedo y de alguna manera todos queremos ser valientes y
no miedosos. Pero no nos confundamos, ser valiente no se trata de no tener miedo, sino de
animarse, con miedo y todo.
¿Cuántas cosas dejamos de hacer por
miedo? Por miedo a lo que sea. Ponemos mil excusas que pueden incluir desde la
pereza absoluta, hasta el pánico a que las cosas no salgan como lo deseamos.
Así es como nos paralizamos y pasamos a ser observadores de nuestras propias
vidas, como si se tratara de una ficción protagonizada por algún actor extraño,
que nada tiene que ver con nosotros. Nos perdemos, hasta lograr juntar el valor
necesario para volver de nuevo a escena y enfrentar al monstruo de turno que
nos espanta. De todas maneras, el juego de la vida es un poco así; nadie
encuentra su camino sin haberse perdido, en el mejor de los casos, unas cuantas
veces.
Pero volviendo a mirar al miedo, más de
cerca, cara a cara, este no deja de ser una emoción más. Lo importante de
reconocerlo como tal, es saber que es la emoción y no la razón, la que
nos predispone a la acción. Como dice Humberto Maturana, “las
acciones tienen que ver con las emociones que permiten su realización; así,
dependiendo de la emoción en que uno se encuentre, será el tipo de acción que
puede realizar, en cada momento”. Es decir, el miedo nos va a
predisponer a ciertas acciones, distintas a las que nos inclinarían el enojo o
la alegría. Y por lo general el miedo o nos hace huir, o nos paraliza. Ninguno
de los dos casos son acciones que nos ayudan a avanzar y superarnos en la vida.
Un buen ejercicio para lidiar con el
miedo es ponerle nombre, identificarlo, no dejarlo crecer de manera caprichosa
e indefinida. Más de una vez me sorprendí al constatar que, a
menudo, no eran más que meros fantasmas. Es de la única manera en que pude
intervenir, cuando supe a qué tenía miedo, cuál era el motivo, si se
trataba de alguna reacción por mis creencias o experiencias
vividas. Insisto, el problema está en el miedo difuso, que no sabemos por
dónde abordarlo. En el momento en que logro nombrar mi miedo, su efecto
sobre mí ya es considerablemente menor. De ahí en más, puedo
decidir con más claridad cómo actuar. También hubo momentos en los cuales no
supe qué hacer, reconocerlo, tranquiliza y me llevó a aprender a pedir ayuda y a estar en paz con mis limitaciones y vulnerabilidad.
El miedo por otro lado, no es siempre
el malo de la película, hasta puede resultarnos un buen aliado cuando actúa de
señal de alarma, impidiéndonos andar a carne viva, inconscientes por el
mundo. Si no fuera por el miedo, quizás hubiéramos desaparecido como
especie. Hay algo protector y conservacionista inherente al miedo. La
idea no es ignorarlo, sino reconocerlo y dominarlo.
Los miedos son condicionantes,
especialmente de la libertad del ser humano. Identificarlos, acotarlos y
verbalizarlos son los primeros pasos para liberarnos. Pero esta es una lucha
que sólo podemos dar individualmente, ya que el hombre teme a distintas
cosas, según sus circunstancias y esto convierte a la libertad en una conquista
intransferible.