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domingo, 12 de enero de 2014

Tras el velo del desánimo

“El único límite a nuestros logros de mañana son nuestras dudas de hoy” (Franklin Delano Roosevelt)

Cuando el desánimo ataca, se parece a un virus, que avanza silencioso, contaminando distintas áreas de nuestras vidas. Así, un buen día, nos descubrimos paralizados, ahogados en un océano de frustración, dejando nuestros deseos más preciados, en una costa cada vez más lejana. Respiramos lamentos y dudas sobre nuestras competencias o lo que es peor, sobre nuestro merecimiento. Con la mirada nublada, nos debatimos sobre si es el momento de renunciar a nuestros sueños, o persistir en la búsqueda de ellos. Sería muy bueno poder identificar qué hay detrás de todas estas emociones, para aprender cómo mantener el entusiasmo en momentos de aparente estancamiento.

Seguramente no hay una sola explicación válida y variará según quien lo viva y sus circunstancias. Después de un tiempo, descubrí que en mi vida, el desánimo aparece asociado a mi autoestima, al manejo de las expectativas en función de los resultados, al ejercicio de la paciencia y de la confianza.

Las personas con un sentimiento de autoestima sana y equilibrada, que reconocen sus capacidades y valor, así como también su vulnerabilidad, por lo general tienen mejores respuestas, cuando obtienen resultados que no corresponden con sus expectativas. No se victimizan, ni responsabilizan a terceros por sus frustraciones.

Aprender a generar expectativas prudentes, en función a los recursos con los que contamos, evaluando riesgos e identificando cuáles son los factores que dependen de uno y cuáles no, ayudan a generar escenarios realistas y a evitar cargas de stress innecesario. El desánimo por lo general aparece, cuando la brecha entre nuestras expectativas y nuestros resultados, nos parece insuperable. O cuando consideramos que el resultado obtenido es insignificante, en comparación con nuestro esfuerzo.

Ser pacientes, es una de las claves para no claudicar en medio del proceso. El ejercicio de la paciencia tiene que ver con saber identificar cuál es el punto del camino en el que estamos, qué  llevamos recorrido y qué necesitamos aprender para encarar lo que nos queda por andar. Muchas veces, conseguir una meta, implica el desarrollo de nuevas destrezas o habilidades. Nos dejamos ganar por la impaciencia, cuando no aceptamos que la adquisición de una nueva competencia no se da un día para el otro y que pasa por una serie de etapas. Saber identificar esas etapas, baja el nivel de ansiedad y desanimo, es lo que nos lleva a no desistir, sino a insistir.

La confianza, es otro condimento crucial en esta ecuación, que va de la mano con nuestra autoestima. Tal como lo expresa la famosa frase de Henry Ford “Tanto si crees que puedes como si crees que no, tendrás razón”. Es una cuestión de confianza. Confiar en uno mismo, es sentir la convicción que podemos conseguir nuestros objetivos. Implica sostener la seguridad que podemos lograr lo que nos propongamos y que contamos con la capacidad y recursos para hacerlo, aun en los momentos de adversidad.  

Es también aprender a confiar en el proceso, sobre todo cuando los resultados del momento, no son los anhelados. Quizás haya muchos aprendizajes  previos y  necesarios antes de alcanzar la meta.

El único límite a nuestros logros de mañana, son nuestras dudas de hoy. Lo importante es dar el primer paso y no rendirse ante los obstáculos. Atender las señales que vamos recibiendo, rediseñar si es necesario y aunque no veamos el camino completo, confiar que el mismo va a ir desplegándose mientras avanzamos.


miércoles, 22 de mayo de 2013

En el Nombre del Miedo


“Ten cuidado con el miedo, le encanta robar sueños…”

Ayer hablaba con una amiga de los miedos y fue motivo para repasar  los míos. Mis miedos tienen muchas caras: de jaulas, de paredones infranqueables, de oscuridad, de herencias, de mandatos familiares, de rechazos, de fracasos, de desamor. Me cuesta pensar en el miedo sin sentirme invadida por una oleada de rebeldía. ¿Porque, a quién le gusta ser  víctima del miedo?  Sin dudas la valentía tiene mucha mejor fama que el miedo y de alguna manera todos queremos ser valientes y no miedosos. Pero no nos confundamos, ser valiente no se trata de no tener miedo, sino de  animarse, con miedo y todo.

¿Cuántas cosas dejamos de hacer por miedo? Por miedo a lo que sea. Ponemos mil excusas que pueden incluir desde la pereza absoluta, hasta el pánico a que las cosas no salgan como lo deseamos. Así es como nos paralizamos y pasamos a ser observadores de nuestras propias vidas, como si se tratara de una ficción protagonizada por algún actor extraño, que nada tiene que ver con nosotros. Nos perdemos, hasta lograr juntar el valor necesario para volver de nuevo a escena y enfrentar al monstruo de turno que nos espanta. De todas maneras, el juego de la vida es un poco así; nadie encuentra su camino sin haberse perdido, en el mejor de los casos, unas cuantas veces.

Pero volviendo a mirar al miedo, más de cerca, cara a cara, este no deja de ser una emoción más. Lo importante de reconocerlo como tal, es saber que es la emoción y  no la razón, la que nos predispone a la acción.  Como dice Humberto Maturana, “las acciones tienen que ver con las emociones que permiten su realización; así, dependiendo de la emoción en que uno se encuentre, será el tipo de acción que puede realizar, en cada momento”. Es decir, el miedo nos va a predisponer a ciertas acciones, distintas a las que nos inclinarían el enojo o la alegría. Y por lo general el miedo o nos hace huir, o nos paraliza. Ninguno de los dos casos son acciones que nos ayudan a avanzar y superarnos en la vida.

Un buen ejercicio para lidiar con el miedo es ponerle nombre, identificarlo, no dejarlo crecer de manera caprichosa e indefinida. Más de una vez  me sorprendí  al constatar que, a menudo, no eran más que meros fantasmas. Es de la única manera en que pude intervenir, cuando supe a qué tenía miedo, cuál era el  motivo, si se trataba de alguna reacción por mis creencias o experiencias vividas. Insisto, el problema está  en el miedo difuso, que no sabemos por dónde abordarlo.  En el momento en que logro nombrar mi miedo, su efecto sobre mí ya es considerablemente menor. De ahí en más,  puedo  decidir con más claridad cómo actuar. También hubo momentos en los cuales no supe qué  hacer, reconocerlo, tranquiliza y me llevó a aprender a pedir ayuda y a estar en paz con mis limitaciones y vulnerabilidad.

El miedo por otro lado, no es siempre el malo de la película, hasta puede resultarnos un buen aliado cuando actúa de señal de alarma, impidiéndonos  andar a carne viva, inconscientes por el mundo. Si no fuera por el miedo, quizás hubiéramos desaparecido como especie. Hay algo protector y conservacionista inherente al miedo. La idea no es ignorarlo, sino reconocerlo y dominarlo.

Los miedos son condicionantes, especialmente de la libertad del ser humano. Identificarlos, acotarlos y verbalizarlos son los primeros pasos para liberarnos. Pero esta es una lucha que sólo podemos dar individualmente, ya que  el hombre teme a distintas cosas, según sus circunstancias y esto convierte a la libertad en una conquista intransferible.