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viernes, 21 de marzo de 2014

Fetiches Modernos

¿Hasta cuándo vamos a seguir creyendo que la felicidad no es más que uno de los juegos de la ilusión? (Julio Cortázar)

¿Qué es lo que nos hace dar lo que no tenemos por obtener un objeto? ¿Por dónde pasa la valoración que hacemos de ciertas cosas? ¿Por qué nos resulta tan importante y por momentos, hasta imprescindible poseerlas? Y una vez que las adquirimos, forjamos una especie de relación simbiótica, en la cual la sola idea de no tenerlas nos genera angustia, como si nos faltara algo tan vital como el aire que respiramos!

Este nuevo siglo, en el que reina el materialismo y el consumismo, está signado por lo que se me ocurre llamar “fetichismo moderno”.  Según el diccionario, Fetichismo es la devoción hacia los objetos materiales. Es una forma de creencia o práctica, en la cual se considera que ciertos objetos poseen poderes mágicos o sobrenaturales y que protegen al portador o a las personas de las fuerzas naturales.

Tomando esta definición como referencia y sin ninguna intención de meterme en interpretaciones psicoanalíticas, creo que en pocos minutos podríamos identificar la cantidad de objetos que tienen la categoría de fetiches en nuestro universo cotidiano. Podemos empezar por toda la variedad de dispositivos móviles y seguir por zapatos, carteras, prendas de diseño, relojes, lapiceras, joyas, automóviles, propiedades, hasta membresías para pertenecer a ciertos círculos, clubes o barrios privados. Estos objetos se tornan en fetiches modernos, más que por su valor intrínseco o de uso, por el valor extraordinario que le asignamos, que es subjetivo y el resultado del entorno en el que estamos cautivos.

Todos ellos se convierten en fetiches, en el momento en que empezamos usarlos como amuletos para protegernos de nuestras carencias. Cuando nos convencemos y confiamos en que poseen el poder de proveernos de aquello que tanto deseamos. Usarlos produce la magia de conferirnos prestigio, seducción, inteligencia, pertenencia, juventud, solvencia, aunque sea por un tiempo limitado. Quizás estamos conscientes de ello de antemano, pero no nos importa, con tal de experimentar el hechizo de estar por un momento, en ese mundo añorado.

Todo esto viene también de la mano de la cultura de la urgencia, la del quiero todo ya! Es más fácil  pagar y si es necesario, endeudarse para conseguir ser más alto, flaco, cool, glamoroso, tener la última versión del celular de moda, que dedicarle tiempo y esfuerzo para que el resultado, se constituya en una conquista del propio desarrollo personal. Logros que nos definan y nos permitan seguir creciendo, en vez de caducar cada 6 meses y necesitar reemplazarlos por una versión más nueva.

Cada día es más difícil escapar de los constantes  bombardeos y renovados trucos de la publicidad, que se encargan de seducirnos con todo tipo de productos fetiches, diseñados para calmar la angustia existencial. El fetiche aparece para ayudar a soportar esa carencia, pero solo hace eso: la disimula, la amortigua, la disfraza pero no la hace desaparecer. El fetiche es solo un paliativo,  para sostener una fantasía de plenitud efímera. Construir una vida sobre una ilusión, no sirve para encontrar solidez, confianza y equilibrio emocional. Tarde o temprano tendremos que enfrentar lo que no está o no tenemos y paradójicamente, ese es el mejor espacio por dónde empezar a construir algo en serio.

sábado, 5 de octubre de 2013

Creer para crear

“Más grande que la conquista en batalla de mil veces mil hombres, es la conquista de uno mismo”. (Buda.)

¿Qué es lo que lleva a una persona decir una frase como esta? “Esta situación sólo puede mejorar”.

Siempre me asustó un poco el falso optimismo o mejor dicho, la irresponsabilidad disfrazada de optimismo. Ya en el post “El desafío de un buen observador”, explico mis razones. Pero hoy, no quiero escribir sobre la habilidad que tenemos para hacer buenas interpretaciones de la realidad, sino de esa asombrosa capacidad que tienen algunos humanos, para ver lo mejor de cada situación. Reitero, porque no quiero confundirlos: no me estoy refiriendo a esas personas que ven todo color de rosa, sino a aquellos que sin perder contacto con la hostilidad y desasosiego que la vida presenta como parte de su fachada cotidiana, aun así, mantienen su capacidad para no rendirse y buscar la luz que guía sus acciones hacia un espacio esperanzador.

Encontré  esta definición de resiliencia,  que creo es lo que define esta cualidad que me maravilla: “La resiliencia es la capacidad de una persona o grupo para seguir proyectándose en el futuro a pesar de acontecimientos desestabilizadores, de condiciones de vida difíciles y de traumas graves.”

Me pregunto si la resiliencia tiene que ver con la aceptación. Si va de la mano con la creencia que la vida tiene un propósito, aun cuando este no sea evidente o accesible para nuestro entendimiento y muchas veces parezca absurdo y cruel.  O si está más relacionada con el coraje y la inquebrantable intención de querer siempre mejorar, a pesar de todo. No sé si importa identificar la cualidad sobresaliente de los resilientes, me parece más trascendente saber que la resiliencia  involucra  una serie de conductas y formas de pensar que cualquier persona puede aprender y desarrollar.

El camino que lleva a la resiliencia no es un camino fácil. No significa huir o negar lo que nos genera fastidio o dolor. Implica afrontar el estrés y malestar emocional, desde un lugar sereno. Buscar el sentido de ese nuevo desafío, para encontrar la fuerza necesaria que nos permita construir un futuro, a pesar de la adversidad o la tragedia.

Esto me devuelve la esperanza que un mundo mejor es posible; me ayuda a pensar que creer es crear. Por eso, creo en las personas que se permiten sentir emociones intensas, sin temerles, ni huir de ellas.
Creo en las personas que miran los problemas como retos que pueden superar y no como terribles amenazas que los paralizan.
Creo en las  personas que aprendieron que ser flexibles, no es sinónimo de ser débiles.
Creo en las personas que se toman tiempo para descansar y recuperar fuerzas, que no se consideran todo poderosas. Reconocen tanto su potencial, como sus limitaciones.
Creo en las personas que son capaces de identificar de manera precisa las causas de sus problemas para evitar volver a enfrentarlos en el futuro.
Creo en las  personas con la habilidad de controlar sus emociones y pueden permanecer serenos en situaciones de crisis.
Creo en las  personas con un optimismo realista, con una visión positiva del futuro, pero sin dejarse llevar por la irrealidad o fantasías.
Creo en las  personas que se consideran competentes y confían en sus propias capacidades y también en las capacidades de los demás.
Creo en las  personas con empatía, que les permite reconocer las emociones de los demás y conectar con ellas.
Creo en las  personas con más sentido del humor, que con tendencia al drama.
Creo en las personas que tienen una profunda convicción, que lo mejor está siempre por venir.

Tendríamos un planeta mucho más sano, si nos propusiéramos desarrollar  resiliencia desde temprana edad. El mundo estaría habitado por almas más pacíficas, felices, valientes  y positivas. Nadie puede garantizarnos una vida sin sufrimiento pero lo que la adversidad hace de cada uno de notros, depende en gran parte de nosotros mismos.

lunes, 17 de junio de 2013

El futuro en mis manos

“El futuro no es un regalo, es una conquista” (Robert Kennedy)

Perdida en la variedad de opciones de una carta en un restaurant. Paralizada mientras paseo mi mirada aturdida por los innumerables modelos, talles y colores en un centro comercial. Sentirme absolutamente impotente a la hora de elegir ante la diversidad  de un mismo producto en las góndolas de un supermercado. Dudar hasta el desaliento sobre cuál será el atuendo más adecuado para asistir  a un evento. Todas estas son situaciones cotidianas, que representan un pequeño  porcentaje de la enorme suma de elecciones que realizamos a diario y no hacen más que dejar al descubierto la tremenda dificultad que eso representa en mi universo.
Soy de las que creen que la vida es un constante decidir y es así como moldeamos nuestro destino ¡Así  de simple, así de trascendente! Siempre pensé que para las personas que creen en la predeterminación, en el destino, esto no debe representar problema alguno. La idea de tener un destino prediseñado por una inteligencia superior, de alguna manera es un alivio. La toma de decisiones deja de ser un tema de responsabilidad individual,  determinante para el futuro y uno puede relajarse para convertirse ya sea en una víctima o en el feliz poseedor de un futuro promisorio, el que estará siempre al acecho o esperándonos en el podio de los triunfadores, según sea el caso.  La contracara de este escenario es que no hay escapatoria y eso deja de parecerme esperanzador. No importa lo que hagas, cuan bien lo realices, cuanto empeño y buena voluntad saques a relucir, las cartas están echadas y lo único que resta es esperar que el  porvenir llegue, se manifieste y aceptar lo que te toque en suerte.
Tratar de escapar de la toma de decisiones es una ficción. También lo veo como un acto de inmadurez, que tiene su raíz en nuestra infancia, cuando los mayores eran los que elegían por nosotros: horarios, comidas, hábitos, juegos, amigos, abrigos, remedios, conductas. Alguien pensaba por nosotros y se suponía que sabían lo que estaba bien y lo que estaba mal y así decidían por nosotros para nuestro mayor bien y felicidad. De eso no se nos ocurría ni dudar, aun cuando podíamos estar en desacuerdo. La idea que existía alguien con más experiencia y sabiduría, comprometido con nuestro bienestar, nos ponía en una situación protegida, pasiva y despreocupada. Ellos eran los responsables de ofrecernos el mejor futuro posible y es tan fuerte esa creencia, que es muy común encontrar adultos resentidos porque la vida nos les resulta como les hubiera gustado y culpan a sus progenitores por ello. Poner la culpa afuera y no hacerse cargo, es un rasgo también muy infantil.
Existe esta otra creencia que postula que a mayor cantidad de opciones para elegir, mayor libertad y por ende mayor felicidad. Yo disiento con esto. Soy mucho más feliz cuando me dan un menú con 5 opciones de entradas,  5 platos principales y  5 postres, que  cuando termino por perderme en esos menues eternos, que al llegar a la última hoja, te olvidaste lo que te ofrecían en las primeras. Me cuesta mucho menos elegir si entro a una pequeña boutique, que a un gigantesco shopping center.  Creo tener la explicación para esto: cada vez que debemos escoger entre una  multiplicidad de opciones, vamos a querer la más perfecta y descartar el resto. Cuando el número de opciones es menor, creemos poder hacer una evaluación más minuciosa y por ende las chances de arrepentimiento o dudas sobre si hicimos la mejor elección, es más baja. Ocurre lo opuesto cuando la oferta es abrumadora, la expectativa es más alta y elijamos lo que elijamos, aun cuando esta elección sea excelente, siempre nos acompañará  la duda si pudimos hacer una exhaustiva  apreciación o se nos escapó una opción aún mejor.
Paradójicamente, así como me genera un gran estrés tomar decisiones, pensar que mi futuro está en las manos de otro, me desespera. Seguro que esto también deja ver una cuestión con mi capacidad para confiar, (tema al cual ya dediqué otro post) no obstante ello, con estrés incluido, sigo pensando que ser el artífice del propio destino, es una posición mucho más entretenida y desafiante, que requiere de audacia y coraje para enfrentar la incertidumbre que genera el hecho de elegir, porque no hay  garantías
El desafío quizás, para que elegir no se convierta en un acto abrumador, será dejar de obsesionarse por lo perfecto. Bien sabido es que lo perfecto es enemigo de lo posible. La perfección paraliza y para que podamos construir un futuro viable, será necesario tomar riesgos y ponernos en acción. Al final del día, todas nuestras elecciones cuentan, las buenas, las malas y las regulares. Cada una aportará una pincelada de color diferente a la más trascendente obra que podamos encarar: el diseño de la vida misma.




miércoles, 22 de mayo de 2013

En el Nombre del Miedo


“Ten cuidado con el miedo, le encanta robar sueños…”

Ayer hablaba con una amiga de los miedos y fue motivo para repasar  los míos. Mis miedos tienen muchas caras: de jaulas, de paredones infranqueables, de oscuridad, de herencias, de mandatos familiares, de rechazos, de fracasos, de desamor. Me cuesta pensar en el miedo sin sentirme invadida por una oleada de rebeldía. ¿Porque, a quién le gusta ser  víctima del miedo?  Sin dudas la valentía tiene mucha mejor fama que el miedo y de alguna manera todos queremos ser valientes y no miedosos. Pero no nos confundamos, ser valiente no se trata de no tener miedo, sino de  animarse, con miedo y todo.

¿Cuántas cosas dejamos de hacer por miedo? Por miedo a lo que sea. Ponemos mil excusas que pueden incluir desde la pereza absoluta, hasta el pánico a que las cosas no salgan como lo deseamos. Así es como nos paralizamos y pasamos a ser observadores de nuestras propias vidas, como si se tratara de una ficción protagonizada por algún actor extraño, que nada tiene que ver con nosotros. Nos perdemos, hasta lograr juntar el valor necesario para volver de nuevo a escena y enfrentar al monstruo de turno que nos espanta. De todas maneras, el juego de la vida es un poco así; nadie encuentra su camino sin haberse perdido, en el mejor de los casos, unas cuantas veces.

Pero volviendo a mirar al miedo, más de cerca, cara a cara, este no deja de ser una emoción más. Lo importante de reconocerlo como tal, es saber que es la emoción y  no la razón, la que nos predispone a la acción.  Como dice Humberto Maturana, “las acciones tienen que ver con las emociones que permiten su realización; así, dependiendo de la emoción en que uno se encuentre, será el tipo de acción que puede realizar, en cada momento”. Es decir, el miedo nos va a predisponer a ciertas acciones, distintas a las que nos inclinarían el enojo o la alegría. Y por lo general el miedo o nos hace huir, o nos paraliza. Ninguno de los dos casos son acciones que nos ayudan a avanzar y superarnos en la vida.

Un buen ejercicio para lidiar con el miedo es ponerle nombre, identificarlo, no dejarlo crecer de manera caprichosa e indefinida. Más de una vez  me sorprendí  al constatar que, a menudo, no eran más que meros fantasmas. Es de la única manera en que pude intervenir, cuando supe a qué tenía miedo, cuál era el  motivo, si se trataba de alguna reacción por mis creencias o experiencias vividas. Insisto, el problema está  en el miedo difuso, que no sabemos por dónde abordarlo.  En el momento en que logro nombrar mi miedo, su efecto sobre mí ya es considerablemente menor. De ahí en más,  puedo  decidir con más claridad cómo actuar. También hubo momentos en los cuales no supe qué  hacer, reconocerlo, tranquiliza y me llevó a aprender a pedir ayuda y a estar en paz con mis limitaciones y vulnerabilidad.

El miedo por otro lado, no es siempre el malo de la película, hasta puede resultarnos un buen aliado cuando actúa de señal de alarma, impidiéndonos  andar a carne viva, inconscientes por el mundo. Si no fuera por el miedo, quizás hubiéramos desaparecido como especie. Hay algo protector y conservacionista inherente al miedo. La idea no es ignorarlo, sino reconocerlo y dominarlo.

Los miedos son condicionantes, especialmente de la libertad del ser humano. Identificarlos, acotarlos y verbalizarlos son los primeros pasos para liberarnos. Pero esta es una lucha que sólo podemos dar individualmente, ya que  el hombre teme a distintas cosas, según sus circunstancias y esto convierte a la libertad en una conquista intransferible.