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jueves, 14 de marzo de 2013

¿El futuro: una cuestión de confianza?



"La confianza, como el arte, nunca proviene de tener todas las respuestas, sino de tener todas  las preguntas" (Wallace Stevens)

El futuro no existe. Sólo existe el presente. Parece una declaración trillada pero no por ello, menos cierta. El futuro es un diseño de posibilidades cuya  viabilidad está conectada con hechos del pasado y el presente.

Mi presente es hoy algo que un año atrás no hubiera soñado como posible. Es un gran deseo  hecho realidad. Cuando me pregunto qué cambió en mí para que esto, que se presentaba como un futuro inalcanzable, se concrete, fue sin dudas un giro en mi emoción y por ende, en  mis creencias. Empecé por aceptar que no podemos predecir el futuro y  que no sólo depende de uno. También entendí que por más difícil que parecía, si yo no le daba alguna chance de viabilidad en mi mente y en mi corazón, seguramente no se concretaría. Tenía que confiar, esa era la clave. Sin confianza, no habría posibilidades. Podría haber seguido otros caminos,  en contextos de resentimiento, enojo, miedo o tristeza, pero las posibilidades de construirlo hubieran sido distintas y menos efectivas. No fue un acto de fe, sino de confianza porque fue ella la que facilitó vencer la pulseada entre lo que creía  posible o imposible

Cuando digo que no tuve fe, es porque la fe es  la certeza de que ocurrirá lo que se espera, la convicción de lo que no se ve. Es la creencia en algo sin necesidad de que haya sido confirmado por la experiencia o la razón, o demostrado por la ciencia. Es como creer en la vida, después de la muerte. Yo no tenía esa fe.

 La confianza por el contrario, es una emoción que conlleva una entrega al devenir. Para construir el futuro, elegí confiar, aun sabiendo que me podía equivocar, que las cosas podrían salir de una manera no deseada. Sabía que estaba una vez más ante la encrucijada de permanecer cómoda, sin tomar riesgos y así garantizar el statu quo o dar un gran salto sin red, pero con la posibilidad de concretar lo que más anhelaba en mi vida.

Nunca dudé que era un riesgo que estaba más que dispuesta a correrlo. Prefería arrepentirme luego  de los resultados, si estos no eran los esperados a no haberlo intentado. De todas maneras, el arrepentimiento no es una emoción  que tenga muy a mano en mi repertorio. 

Invadida por la emoción de saber que mi vida estaba a punto de cambiar para siempre, no eludí mi necesidad de evaluar cuidadosamente lo que implicaba, cuidar mi conexión conmigo misma, con el otro u otros y el contexto. En ese momento me resultó  muy útil lo que alguna vez aprendí de  Rafael Echeverría, quien se refería a la confianza como una triada, una mesa sostenida por tres patascompetencias,credibilidad y sinceridad.

  1. Las competencias: tiene que ver con poseer los conocimientos y habilidades para hacer un determinada tarea.
  2. La credibilidad: que es la consecuencia del historial de promesas cumplidas.
  3. La sinceridad o la transparencia: y esta última está más ligada con la intuición, con esa energía que no es racional,  que nos predispone a  creer o no, en lo que nos están prometiendo. En definitiva, confiar siempre incluye estar dispuesto a crear transparencia y de eliminar la incertidumbre en el otro.

Es a través de la concreción de promesas,  como instalamos el  futuro en el presente y esto hace que la relación entre promesas y confianza sea clave. Hoy, mi realidad se despliega  a tracción de promesas cumplidas y por cumplirse, propias y ajenas. En el trayecto,  entendí que la posibilidad de  construir este presente y comprometerme, depende casi exclusivamente de mi capacidad de vivir desde la  confianza y ser confiable.

domingo, 27 de enero de 2013

Metamorfosis


Mark Taiwn dijo: “Dentro de 20 años estarás más arrepentido por las cosas que no hiciste, que por las que hiciste. Así que suelta amarras, navega lejos de puertos seguros, coge los vientos alisios. Explora. Sueña.”

Abandonar lo seguro por lo incierto suele ser una experiencia amenazadora y  nos pone de cara con los recursos con los que contamos. Algunas veces,  para nuestra sorpresa, salen también a relucir, habilidades, destrezas o  cierta sabiduría que desconocíamos tener.

Cuando empecé a plantearme cómo quería vivir mi vida los próximos diez años, vino casi de la mano un proceso de revisión y selección de cuáles eran realmente las relaciones, objetos y actividades importantes en mi vida y claramente, cuales no lo eran o nunca lo fueron y así y todo, demandaban aún una gran cantidad de energía en mi día a día.

Este proceso de reconocimiento de lo vital, implicaba necesariamente soltar. Vaciar para hacer lugar. Dejar lo viejo, conocido y seguro para aventurarme a ese espacio, en apariencia vacío de lo familiar para darle forma a mi nueva vida, a una nueva identidad. Implicaba también dar un salto. No se puede avanzar por más esfuerzo que se haga, si un pie sigue firme, anclado en el pasado.

Si, me siento extraña y trato de aceptarlo sin resistencia. Dejar atrás mi identidad oficial, vivir esta transición y poder ser sincera en la atención de mis necesidades, es mi mayor desafío para poder encontrar mi nuevo lugar en el mundo. La vida  me da una segunda oportunidad y no quiero esta vez ajustarme a un rol en el cual tenga que recortar, relegar o negar aspectos nucleares de mi ser para satisfacer expectativas ajenas, recibir reconocimiento, o encontrar seguridad material que impliquen la incomodidad de mi alma.

Así  fue como empecé a hacerme muchas preguntas y el espacio del trabajo fue unos de los ámbitos que primero puse bajo la lupa.

¿Por qué o para qué trabajo o  trabajaba como lo había estado haciendo?

Mi respuesta fue que lo hacía en parte para pagar las cuentas y contribuir con la economía. Porque el trabajo me daba un sentido de dirección, me conectaba con otras personas y de alguna manera definía parte de mi identidad.

También pude reconocer que fue recién en los últimos seis años cuando comencé a plantearme la necesidad de que mi trabajo tuviera un impacto social o comunitario y de alguna manera contribuir a un bien mayor, que superara la mera gratificación personal. Preguntas tales como: “¿Qué hago aquí? ¿Para qué sigo en esto si no me realizo? ¿Cómo me juzgarán si renuncio al éxito, al prestigio, al bienestar material?”,  dieron paso a otras como: “¿Qué trabajo estaré  destinada a hacer en la vida? ¿En qué tarea mi alma se alimentará y podrá expresar todo su potencial? ¿De qué manera podré aportar al todo del que somos parte? ¿Qué tipo de trabajo me dará paz e integridad, más allá de los esfuerzos que requiera? ¿En qué ocupación podré hacer mi mayor y mejor aporte que brinde sentido a este planeta?”.

Estos interrogantes no se refieren a factores como el éxito social, la fecundidad económica o el prestigio que puede concederme la mirada ajena. Son más bien preguntas que apuntan a cuestionarme  cuál era la actividad que me  permitiría  expresar mis valores en un contexto ético, empezando por el entorno más cercano y tangible, en el cual podría manifestarme de una manera personal, única, aunque muchos hicieran la misma tarea.

Hay días en que me gana la impaciencia. Me resulta muy difícil imaginar que es lo que sigue, si no logro frenar esta carrera de la que vengo, recuperar el aliento para lograr perspectiva. La transición se parece a una lenta metamorfosis que implica pequeños pasos, desvíos, perseverancia, creatividad, iniciativa y entereza. Quizás este reinventarse solo implique un pequeño reajuste del bagaje presente o una profunda renovación. No lo sé.


Buscar nuevos horizontes implica aceptar la incertidumbre pero de algo estoy segura. Sé que mientras busque, quizás pase por más de un oficio o profesión pero sea lo que fuere que elija hacer, será una labor que me permita expresar, dar forma y sentido a toda mi materia prima espiritual, emocional, creativa que representa mi verdadera e intransferible identidad. Será una labor que contribuya a hacer del mundo un mejor lugar. Puede sonar pretencioso pero es sincero. No quiero arrepentirme, no me gustaría dejar este planeta sin antes haber intentado hacerlo mejor para los que queden y los que vendrán.

domingo, 13 de enero de 2013

¿Quién soy?

"Esta necesidad de un sentimiento de identidad es tan vital e imperativa, que el hombre no podría estar sano si no encontrara algún modo de satisfacerla". (Erich Fromm).


¿Quién soy? Pregunta recurrente si las hay dentro de mi repertorio de cuestionamientos existenciales. Poder responderme y definir mi identidad fue una necesidad  vital desde una temprana edad, tan importante como alimentarme o recibir afecto.

Rápidamente intuí que no podría darme una respuesta absoluta y empecé a pensar en mi identidad como un rompecabezas para armar; uno en el cual no tendría todas las piezas desde el principio y tampoco sabría cómo sería el diseño terminado. Sólo contaba con algunas tradiciones heredadas, como punto de partida y mi voluntad por entender quién era yo.

Aprendí que mi identidad no era un enigma a ser descubierto, sino que sería yo la responsable y creadora de la misma. Supe también que no habría mapas o garantías, que la incertidumbre y el riesgo estarían presentes a lo largo del camino.

Este es aún hoy -y mientras siga viva- mi ejercicio cotidiano, que por momentos me lleva por caminos conocidos y  otras veces, por senderos nunca antes transitados. Se que no se trata de una construcción unilateral, sino más bien colectiva, en la cual yo puedo crear universos y ellos, a su  vez, terminan por definirme. No siempre es claro, me confundo y me sorprendo con frecuencia atrapada en dilemas como estos:

¿Soy lo que hago? Muchas veces al contar quién soy, automáticamente tiendo a enumerar una larga lista de roles que tienen que ver con lo que hago o produzco: soy la ejecutiva de una determina empresa, escritora, hija, madre, amiga, novia, lectora, practicante de tal deporte o disciplina etc. Reconozco que hay roles más preponderantes o permanentes que otros en mi proceso de identificación con mi Ser. Ahora, qué ocurre cuando esos roles desaparecen. ¿Si dejo de producir o hacer, dejo de ser yo?


¿Soy lo que tengo? También paso por momentos de identificación de mí ser con el tener y en tal caso soy en función de esas posesiones. Y de nuevo me pregunto, qué ocurre si pierdo ese trabajo, esa casa, auto o mi maleta. ¿Hasta dónde mi identidad se ve afectada?


En estos días volví a cruzarme con la Ley del Dharma. No es casualidad, no creo en ella. Sentí que allí estaba en parte, mi respuesta a este dilema.

Esta ley sostiene que "cada uno de nosotros tiene un talento único y una manera única de expresarlo. Hay una cosa que cada individuo puede hacer mejor que cualquier otro en todo el mundo y por cada talento único y por cada expresión única de dicho talento, también existen unas necesidades únicas. Cuando estas necesidades se unen con la expresión creativa de nuestro talento, se produce la chispa que crea la abundancia. El expresar nuestros talentos para satisfacer necesidades, crea riqueza y abundancia sin límites".

Hoy estoy sin trabajo. Gran parte de mis roles cesaron de existir. Tampoco tengo a mi alcance mis más  familiares y sólidas posesiones materiales. No puedo negar que mi identidad está fragmentada y se siente extraño. Con este escenario despojado de la inercia cotidiana, de roles y títulos, no me quedó otro remedio más que encontrarme cara a cara con mi Yo desnudo. 

No soy lo que tengo, tampoco lo que hago. Lo que tengo y lo que hago, es producto de lo que soy. Hoy, siento la excitación de poder continuar con mi propia creación, contando con la experiencia de todo este camino recorrido. Llegó el momento de provocar una más genuina y profunda sintonía con la persona que soy y con la que puedo llegar a ser. Es como tener una hoja en blanco ante mi, sentir que estoy ante la presencia de la potencialidad pura, el momento propicio para descubrir cuál es ese, mi talento único.