Un
maestro hace mella en la Eternidad; nunca sabrá dónde termina su influencia.(Henry
Adams)
Todos los que tuvimos la suerte de
cruzarnos con buenos maestros a lo largo de la vida, sabemos de lo que hablamos
cuando ante la sola presencia de una persona, nuestro mundo se ilumina, vemos las cosas con
mayor claridad y descubrimos un universo de nuevas alternativas, que antes parecían
no estar disponibles. Esas personas que dejaron una huella profunda en nosotros
y marcaron un antes y un después en
nuestra historia, por lo general, comparten
una serie de cualidades, que las hacen sobresalientes, sin proponérselo.
Son seres generosos con sus conocimientos. Saben escuchar. Tienen el talento de encontrar
lo mejor en cada persona y propiciar su desarrollo. Contagian entusiasmo y
confianza. Son respetuosos de las diferencias y de los tiempos. No se sienten dueños
de “la verdad”. No pretenden colonizar
tu mente, tu corazón, ni tu alma. Inspiran con el ejemplo. Muestran un camino, el cual podemos tomarlo o
no pero, en definitiva te advierten, que cada uno hace su propio camino, porque
la experiencia es individual e intransferible.
Cuando hablo de maestros, no me refiero exclusivamente a
profesores o docentes, protagonistas indiscutidos de nuestra educación convencional,
tanto como nuestros padres, familiares y amigos, sino a todos los seres que
dejan aprendizajes diferenciales en nuestra existencia.Pueden ser desde mascotas, hasta desconocidos, que el destino decidió
cruzarnos al azar sólo por un momento, o para que se instalen definitivamente en
nuestro círculo más íntimo.
Aprender con ellos es siempre motivo de alegría
e inspiración. Es casi imposible no experimentar una transformación cuando
tenemos la suerte de encontrarlos, porque impactan positivamente en nuestra
autoestima, promoviendo la creatividad y la autenticidad. Generan una profunda gratitud y nunca te hacen sentir en deuda. Son presencias que nos muestran el valor del Ser, empoderan, invitándonos a abandonar el rol de víctima
de las circunstancias, para pasar a ser responsables y creadores de la realidad
en la que queremos vivir. Sus legados
son tan poderosos que aun cuando ya no están más entre nosotros, siguen
inspirando e influenciando cada día de nuestras vidas.
La idea misma de
"relación" (...) sigue cargada de vagas amenazas y premoniciones
sombrías: transmite simultáneamente los placeres de la unión y los horrores del
encierro. Quizás por eso, más que transmitir su experiencia y expectativas en
términos de "relacionarse" y "relaciones", la gente habla
cada vez más de conexiones, de "conectarse" y "estar
conectado". En vez de hablar de parejas, prefieren hablar de
"redes". (Zygmunt Bauman)
La
tecnología se ha instalado en nuestra cotidianeidad. Es la mediadora
indiscutida a la hora de trabajar, buscar información, ver una película,
escuchar música, estudiar, inscribirse en la facultad, pagar cuentas,
mirar fotos, escuchar una conferencia, hacer sociales, amigos y hasta
para enamorarnos. Llegó para cambiar definitivamente los paradigmas de
las relaciones e inevitablemente, nos enfrenta a nuevos interrogantes.
¿El uso
que hacemos de la tecnología es dañino? ¿Profundiza la desconexión, mientras nos vende la ilusión de una cercanía
y accesibilidad permanentes? ¿Nos estamos conformando con vínculos más
superficiales? ¿Usamos a la pantalla como telón para proyectar lo que esperamos
recibir, a la medida de nuestros deseos y posibilidades? ¿O la usamos como
escudo ante la gran dificultad que tenemos para intimar y mostrarnos cómo
somos? ¿Quizás sea la tecnología el antídoto contra la soledad? La misma que hizo las veces de abono y provocó que
todas nuestras destrezas sociales florecieran de golpe, al punto que la
capacidad para hacer amigos puede reducirse al esfuerzo de un simple “click”.
Es tan inmenso el cambio que produjo en nuestras vidas, que podemos cargar el
complejo entramado de nuestros universos -sociales, familiares, laborales-
en un pequeño dispositivo móvil. Cada vez es mayor el tiempo que
dedicamos a nuestra vida virtual y si el ser con el que estamos conectados, es
de carne y hueso, o simplemente una grabación o una aplicación lo
suficientemente “inteligente” como para parecer humana, va perdiendo relevancia
y poco nos importa.
La
tecnología ha derribado límites y ha achicado distancias. Nos provee una sensación de conexión y
accesibilidad que nunca
antes habíamos experimentado. Pareciera haber simplificado una serie de
frentes, pero aún con todos estos beneficios, las relaciones se volvieron más
intrincadas. Sigo preguntándome: ¿Qué significa estar juntos hoy? ¿Cuánto de
nuestras almas se refleja en este intercambio sin cuerpo, que se produce a
través de la tecnología? ¿Sobre qué promesas construimos estas nuevas
relaciones On/Off, cuyas demandas podemos activar o
desactivar con la simple presión de un botón?
No me
animo a afirmar que las emociones que resultan de los intercambios con un
dispositivo tecnológico mediante, no sean reales o
válidas. Así como tampoco puedo aceptar que las
interacciones que se desarrollan en el mudo real, son equivalentes a las
que ocurren en el mundo virtual. De alguna manera, el no poner el cuerpo en los
vínculos, es una forma de evitar vivir lo fundamental que resulta de una
experiencia humana. En primer lugar, aceptar la imposibilidad del control, abrazando la incertidumbre de la evolución y fluir
de la vida. Luego, aventurarse a vivir una verdadera comunión e intimidad, con todo lo bueno y malo que ello implica. Lo que
más me impacta de esta revolución, es que si bien cambió la forma en que los
seres humanos buscamos satisfacer nuestras necesidades afectivas fundamentales,
estas necesidades no se modificaron. Siguen siendo las mismas.
"Cada nuevo amigo que ganamos en la carrera de la vida, nos
perfecciona y enriquece más por lo que descubrimos de nosotros mismos, que por lo que
él mismo nos da". (Miguel de Unamuno)
La famosa expresión “nada
es para siempre”, normalmente
asociada a lo efímero de las relaciones amorosas, podría aplicarse también a casi todos los lazos que
desarrollamos en nuestras vidas. Los vínculos surgen de las interacciones entre
las personas y mientras evolucionamos en este impredecible y asombroso viaje, los vínculos, se
transforman como algo inevitable e ineludible.
En la India enseñan las "cuatro
leyes de la espiritualidad" que hablan justamente sobre esto. La primera dice "La persona que llega es la correcta", es decir que nadie llega a nuestras vidas por casualidad,
todas las personas que nos rodean, que interactúan con nosotros, están allí por
algo, para hacernos aprender y avanzar en cada situación.
A medida que transitamos este sinuoso camino de la vida, nos
sorprendemos acumulando una variedad amigos: los de la infancia, compañeros del
colegio, de la facultad, del trabajo, amigos
del club (que dejaste de ir hace 20 años), ex cuñados, ex vecinos, ex novios y así
vamos poblando nuestro universo social
con una cantidad de relaciones, algunas entrañables y otras inexplicables. Todos ellos aportaron lo suyo para construir el
entramado de nuestra vida y son a la vez, la evidencia de la imposibilidad de congelar
los vínculos.
Inexorablemente, la cercanía que en algún momento de la vida
compartimos, se va diluyendo, transformando, perdiendo vigencia y en la mayoría
de los casos, cuando la vida vuelve a cruzarte con esos amigos, enfrentamos la
incómoda sensación de estar con perfectos extraños, a los que recordamos con
afecto o simpatía, pero que solo nos une el pasado compartido. La cuarta ley lo
resume así: “cuando algo termina, termina“. Si algo terminó en nuestras
vidas, es para nuestra evolución, por lo tanto es mejor dejarlo, seguir
adelante y avanzar ya enriquecidos con esa experiencia.
No creo que el compartir cotidiano sea la clave. Hay amigos
que vemos quizás una vez al año y tenemos la sensación de habernos visto el día
anterior por última vez. La fluidez de las conversaciones y afinidad siguen
intactas. La teoría que proclama que a las relaciones hay que alimentarlas
todos los días, no termina de convencerme. Y digo esto, porque tenemos “amistades” con las que compartimos todos
los días, en las cuales nada significativo ocurre.
Mis relaciones más valiosas se basan en estos tres pilares: intimidad, aceptación
y disponibilidad.
LaIntimidad, implica el desafío de compartir los secretos de nuestros
corazones, mentes y almas con otro ser humano, tan imperfecto y frágil como uno.
No es una condición que surge espontáneamente, sino que acontece como
consecuencia de la decisión de abrirnos y exponer nuestra vulnerabilidad.
Puede darse en distintos niveles de profundidad, en distintos tiempos y
dominios de nuestras vidas. Pero cuanta más intimidad tenemos en una relación,
gozamos de más libertad para mostrarnos tal cual somos.
De la mano con esta idea, aparece la aceptación. Aliada
indispensable para lograr intimidad. Para poder mostrarnos tal cual somos, sin
el temor de sentirnos juzgados o rechazados. Poder ser uno mismo en total
libertad, es uno de los grandes regalos de la amistad.
La disponibilidad, entendiéndola como la
certeza de poder contar con el apoyo de un amigo. Quizás esta sea la condición
equivalente a “poner el cuerpo” en el vínculo. Con poner el cuerpo, no me
refiero literalmente a estar de cuerpo presente, sino estar genuinamente
dispuesto a dedicarle tiempo y atención a un amigo cuando necesita apoyo,
contención, ser escuchado o simplemente compañía.
Ser testigos unos de otros en la evolución de nuestras
vidas, compañeros de viajes, donde por momentos el camino nos acerca y transitamos
un trecho juntos y luego, los senderos se bifurcan y cada uno sigue su propio atajo,
es lo que nos pasa todo el tiempo. Quizás la clave está en saber acompañarnos,
respetando los tiempos de cada uno, tanto
en la cercanía o la distancia, cuando la coincidencia juega a favor, o cuando la
tenemos a nuestras espaldas.
Que una amistad sea entrañable, depende más de la calidad y profundidad de lo compartido, del
sentimiento que surge como consecuencia de todos esos momentos de “común unión”,
más que de la cantidad de horas vividas
juntos. Sin esos 3 “ingredientes”, las relaciones terminan por resumirse en un
sordo intercambio de clichés, colmados de buena urbanidad, pero vacíos de
contenido, que solo sirven para tapar el
incómodo silencio que separa a dos extraños conocidos.