La idea misma de "relación" (...) sigue cargada de vagas amenazas y premoniciones sombrías: transmite simultáneamente los placeres de la unión y los horrores del encierro. Quizás por eso, más que transmitir su experiencia y expectativas en términos de "relacionarse" y "relaciones", la gente habla cada vez más de conexiones, de "conectarse" y "estar conectado". En vez de hablar de parejas, prefieren hablar de "redes". (Zygmunt Bauman)
La
tecnología se ha instalado en nuestra cotidianeidad. Es la mediadora
indiscutida a la hora de trabajar, buscar información, ver una película,
escuchar música, estudiar, inscribirse en la facultad, pagar cuentas,
mirar fotos, escuchar una conferencia, hacer sociales, amigos y hasta
para enamorarnos. Llegó para cambiar definitivamente los paradigmas de
las relaciones e inevitablemente, nos enfrenta a nuevos interrogantes.
¿El uso
que hacemos de la tecnología es dañino? ¿Profundiza la desconexión, mientras nos vende la ilusión de una cercanía
y accesibilidad permanentes? ¿Nos estamos conformando con vínculos más
superficiales? ¿Usamos a la pantalla como telón para proyectar lo que esperamos
recibir, a la medida de nuestros deseos y posibilidades? ¿O la usamos como
escudo ante la gran dificultad que tenemos para intimar y mostrarnos cómo
somos? ¿Quizás sea la tecnología el antídoto contra la soledad? La misma que hizo las veces de abono y provocó que
todas nuestras destrezas sociales florecieran de golpe, al punto que la
capacidad para hacer amigos puede reducirse al esfuerzo de un simple “click”.
Es tan inmenso el cambio que produjo en nuestras vidas, que podemos cargar el
complejo entramado de nuestros universos -sociales, familiares, laborales-
en un pequeño dispositivo móvil. Cada vez es mayor el tiempo que
dedicamos a nuestra vida virtual y si el ser con el que estamos conectados, es
de carne y hueso, o simplemente una grabación o una aplicación lo
suficientemente “inteligente” como para parecer humana, va perdiendo relevancia
y poco nos importa.
La
tecnología ha derribado límites y ha achicado distancias. Nos provee una sensación de conexión y
accesibilidad que nunca
antes habíamos experimentado. Pareciera haber simplificado una serie de
frentes, pero aún con todos estos beneficios, las relaciones se volvieron más
intrincadas. Sigo preguntándome: ¿Qué significa estar juntos hoy? ¿Cuánto de
nuestras almas se refleja en este intercambio sin cuerpo, que se produce a
través de la tecnología? ¿Sobre qué promesas construimos estas nuevas
relaciones On/Off, cuyas demandas podemos activar o
desactivar con la simple presión de un botón?
No me
animo a afirmar que las emociones que resultan de los intercambios con un
dispositivo tecnológico mediante, no sean reales o
válidas. Así como tampoco puedo aceptar que las
interacciones que se desarrollan en el mudo real, son equivalentes a las
que ocurren en el mundo virtual. De alguna manera, el no poner el cuerpo en los
vínculos, es una forma de evitar vivir lo fundamental que resulta de una
experiencia humana. En primer lugar, aceptar la imposibilidad del control, abrazando la incertidumbre de la evolución y fluir
de la vida. Luego, aventurarse a vivir una verdadera comunión e intimidad, con todo lo bueno y malo que ello implica. Lo que
más me impacta de esta revolución, es que si bien cambió la forma en que los
seres humanos buscamos satisfacer nuestras necesidades afectivas fundamentales,
estas necesidades no se modificaron. Siguen siendo las mismas.