“Una intuición afortunada nunca es tan sólo cuestión de suerte. Siempre hay algo de talento en ello.”
A la hora de tomar decisiones nos debatimos entre escuchar a nuestra razón u obedecer a nuestra intuición. ¿Pero qué es la intuición? La intuición es como una corazonada, una sensación que nos dicta cómo nos sentimos con respecto a determinadas experiencias. Es la habilidad para conocer, comprender o percibir algo de manera clara e inmediata, sin la intervención de la razón.
Pero ese conocimiento que aflora de forma aparentemente mágica es la síntesis de un montón de información que hemos procesado de forma inconsciente en nuestro cerebro. Esta información procede de la observación y la escucha verbal y no verbal, de los gestos y lenguaje corporal de otros, de comunicaciones anteriores que creíamos olvidadas, de conexiones entre acontecimientos y de las sensaciones percibidas en situaciones similares. Nuestra intuición, por lo tanto, va a estar moldeada por el tipo de observador que somos.
Aparentemente la intuición habita en el cerebro y no sería de naturaleza irracional. El neurocientífico alemán Gerd Gigerenzer afirma que nuestro cerebro inconsciente está continuamente haciendo inferencias que nos permiten tomar decisiones rápidas. El proceso de elección se basa en una serie de reglas generales que nuestro cerebro ha ido aprendiendo a lo largo de miles de años. Esas reglas forman parte de una especie de libro de instrucciones al que recurrimos ante cada situación y en el que hallamos respuestas rápidas y precisas. Si no fuera así, tendríamos que pensarlo todo y no haríamos nada. Las decisiones intuitivas son, muchas veces, más acertadas que las muy pensadas atendiendo a largas listas de pros y contras.
Pero para los fanáticos de seguir la intuición sin cuestionarla, a la hora de tomar decisiones es preciso tener presente que la misma estará impregnada por la particular manera que tenemos de interpretar el mundo. Por lo tanto, es muy importante no confundir nuestra intuición con cuestiones emocionales no resueltas, porque en ese caso, no estaremos dejando que nos guíe la intuición, sino reaccionando a nuestras emociones y creencias, ignorando información crucial para hacer buenas elecciones. Las
emociones fuertes, particularmente las de enojo o frustración, nos desconectan de la
intuición.
La idea misma de
"relación" (...) sigue cargada de vagas amenazas y premoniciones
sombrías: transmite simultáneamente los placeres de la unión y los horrores del
encierro. Quizás por eso, más que transmitir su experiencia y expectativas en
términos de "relacionarse" y "relaciones", la gente habla
cada vez más de conexiones, de "conectarse" y "estar
conectado". En vez de hablar de parejas, prefieren hablar de
"redes". (Zygmunt Bauman)
La
tecnología se ha instalado en nuestra cotidianeidad. Es la mediadora
indiscutida a la hora de trabajar, buscar información, ver una película,
escuchar música, estudiar, inscribirse en la facultad, pagar cuentas,
mirar fotos, escuchar una conferencia, hacer sociales, amigos y hasta
para enamorarnos. Llegó para cambiar definitivamente los paradigmas de
las relaciones e inevitablemente, nos enfrenta a nuevos interrogantes.
¿El uso
que hacemos de la tecnología es dañino? ¿Profundiza la desconexión, mientras nos vende la ilusión de una cercanía
y accesibilidad permanentes? ¿Nos estamos conformando con vínculos más
superficiales? ¿Usamos a la pantalla como telón para proyectar lo que esperamos
recibir, a la medida de nuestros deseos y posibilidades? ¿O la usamos como
escudo ante la gran dificultad que tenemos para intimar y mostrarnos cómo
somos? ¿Quizás sea la tecnología el antídoto contra la soledad? La misma que hizo las veces de abono y provocó que
todas nuestras destrezas sociales florecieran de golpe, al punto que la
capacidad para hacer amigos puede reducirse al esfuerzo de un simple “click”.
Es tan inmenso el cambio que produjo en nuestras vidas, que podemos cargar el
complejo entramado de nuestros universos -sociales, familiares, laborales-
en un pequeño dispositivo móvil. Cada vez es mayor el tiempo que
dedicamos a nuestra vida virtual y si el ser con el que estamos conectados, es
de carne y hueso, o simplemente una grabación o una aplicación lo
suficientemente “inteligente” como para parecer humana, va perdiendo relevancia
y poco nos importa.
La
tecnología ha derribado límites y ha achicado distancias. Nos provee una sensación de conexión y
accesibilidad que nunca
antes habíamos experimentado. Pareciera haber simplificado una serie de
frentes, pero aún con todos estos beneficios, las relaciones se volvieron más
intrincadas. Sigo preguntándome: ¿Qué significa estar juntos hoy? ¿Cuánto de
nuestras almas se refleja en este intercambio sin cuerpo, que se produce a
través de la tecnología? ¿Sobre qué promesas construimos estas nuevas
relaciones On/Off, cuyas demandas podemos activar o
desactivar con la simple presión de un botón?
No me
animo a afirmar que las emociones que resultan de los intercambios con un
dispositivo tecnológico mediante, no sean reales o
válidas. Así como tampoco puedo aceptar que las
interacciones que se desarrollan en el mudo real, son equivalentes a las
que ocurren en el mundo virtual. De alguna manera, el no poner el cuerpo en los
vínculos, es una forma de evitar vivir lo fundamental que resulta de una
experiencia humana. En primer lugar, aceptar la imposibilidad del control, abrazando la incertidumbre de la evolución y fluir
de la vida. Luego, aventurarse a vivir una verdadera comunión e intimidad, con todo lo bueno y malo que ello implica. Lo que
más me impacta de esta revolución, es que si bien cambió la forma en que los
seres humanos buscamos satisfacer nuestras necesidades afectivas fundamentales,
estas necesidades no se modificaron. Siguen siendo las mismas.
“La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y
cómo la recuerda para contarla". (Gabriel García Márquez)
En el mismo momento en que tomé de mi biblioteca, el
libro Para que no me olvides,
de Marcela Serrano, se deslizó en
silencio el marcador de la Librería “ElAteneo”, en cuyo dorso se destacaba esta cita del gran García Márquez: “La vida no es la que uno vivió, sino la
que uno recuerda, y
cómo la recuerda para contarla “.
Como
si una inteligencia superior hubiera
estado leyendo mis confusos pensamientos de los últimos días y con el propósito
de calmar mi atribulado espíritu, dejó caer ante mí esta frase que reflejaba
con simpleza lo que estaba viviendo.
Volver
a empezar, de alguna manera demanda repasar la historia personal, mirarse en
perspectiva, recorrer mentalmente el camino otra vez y como la memoria es
caprichosa, sólo nos muestra lo que queremos o podemos ver. Este revisionismo histórico, (que no deja de ser una gran nebulosa de interpretaciones), hecho en privado, en un monólogo con uno mismo, es mucho más cómodo o amigable,
pero al compartirlo con otros, con nuevos integrantes de nuestro presente o
inclusive con viejos conocidos, puede convertirse en un terreno muy hostil. Nos
invade una variedad de emociones que van
desde el pudor, la vergüenza, la melancolía, la sensación de ridículo o la más
plena dicha u orgullo por todo lo vivido.
En
realidad, no sabemos cómo son las cosas. Sólo sabemos cómo las observamos o
cómo las interpretamos. Vivimos en mundos interpretativos. Cada uno de nosotros
observa la realidad de una manera diferente, pero ninguno de nosotros tiene la
certeza de que las cosas son como decimos. “Dime
lo que observas y te diré quién eres” y volviendo a la cita de Gabo, yo diría:
dime qué y cómo recuerdas o interpretas tu pasado y te diré en quien te
convertiste hoy.
Las
interpretaciones nos dan o nos quitan poder. Según la manera en que elijamos
contarnos nuestra historia se nos abrirán ciertas puertas y otras se cerrarán. Siempre repito que el
lenguaje no es inocente y toda proposición, toda interpretación, abre o cierra
determinadas posibilidades en la vida.
No
sólo actuamos de acuerdo a cómo somos, también somos de acuerdo a cómo actuamos.
En este constante devenir de la vida, vamos mutando y cada aprendizaje, cada experiencia
vivida, va construyendo nuestra identidad. Por eso no es extraño que después de
un tiempo, cuando miramos atrás y contamos nuestra historia, los hechos podrán
ser los mismos, pero podemos mirarla y
mirarnos con nuevos ojos, re-significarla, entenderla desde otra perspectiva y
muchos episodios que en su momento carecían de todo sentido o sustento, hoy
bajo la nueva luz del presente, resultan completamente lógicos y necesarios para
ser y estar en donde estamos.
“Vemos las
cosas no como son, sino como somos
nosotros” (Koffka)
Tarde aprendí que es un hábito de lo más
saludable, tanto como comer sin grasas o hacer actividad física, el cuidar mis
pensamientos. Así, la calidad de las ideas que pasan por mi cabeza se volvió un
acto vital, tanto como el de comer o respirar
Hace unos días me propuse explorar un poco
este tema: ¿Somos lo que pensamos?
Como la Vida por lo general conspira a mi
favor, me jugó la pesada broma de reglarme una total y absoluta disfonía, lo
que ayudó a que pudiera asumir el rol de
testigo u observadora de mi propio dialogo por más de un par de días. Al estar
en silencio, mis potentes, intrusivos y delatores monólogos internos, pasaron a
un primer plano tan contundente, que evidenciaron lo poderosos que pueden
llegar a ser. Lo que me digo a mi misma, puede entusiasmarme a encarar desafiantes
experiencias o declararme una total y absoluta inútil, merecedora de todo
fracaso disponible en el planeta. Y no estoy exagerando, porque esas
conversaciones internas, al no tener un interlocutor que modere la charla,
pueden escalar con la misma intensidad y vehemencia hacia el más idílico de los
escenarios o al total caos de una tragedia griega.
Cuando escuché que el cerebro es capaz de
producir más de 64 mil pensamientos por minuto, inmediatamente entendí que
muchos de esos miles de pensamientos
seguramente no son necesarios para
nuestra supervivencia diaria o que no
los empleamos para realizar nuestra creatividad. Me asustó tomar consciencia de
cuánta energía desperdiciamos al usar esta sofisticada “maquina” en procesos
estériles y lo que es peor, en muchos casos se convierten en una plaga dañina, difícil de escapar.
El cerebro es un órgano vital que no descasa.
Es sensible a todo lo que ocurre dentro y fuera de él. Los estímulos pueden
activarlo o bloquearlo. Es un órgano plástico que aprende, se adapta y puede
reprogramarse. Lo más revolucionario que aprendí sobre este extraordinario órgano es que esta
constantemente co-creando la realidad
que percibimos del mundo externo, a través de los sentidos. Es decir, la realidad no es algo predeterminado
y fijo, ni tampoco la percepción de la misma es pasiva. Todo lo contrario.
Muchas prácticas espirituales y la física cuántica ya lo explican. En este
breve video, el mismoDeepak Chopra habla sobre como el
cerebro percibe los colores y explica que
el color no es un atributo fijo y predeterminado de las cosas, como siempre lo creímos,
sino una cualidad que el cerebro crea en un determinado contexto. Video: La percepcion del color ¿Cuánta
energía, tiempo y recursos se invierten en enseñarnos a alimentarnos bien, a
cuidar nuestros cuerpos tanto por temas de salud o estéticos? ¿Y cuánta, en aprender a alimentar nuestra mente y
espíritu?
Durante siglos hemos creído que la mente está
localizada en el cerebro. Sin embargo, lo que la ciencia moderna está
demostrando es que la mente está presente en todas las células del cuerpo. Por
lo tanto, si nuestros pensamientos son caóticos, el cuerpo actuará como espejo
y reaccionará de igual manera. Si los pensamientos son de alegría y armonía, el
cuerpo responderá en consecuencia.
Chopra
repite hasta el cansancio que el cuerpo físico está atravesado por todas
nuestras creencias y realidades interiores, por todo lo que comemos, leemos,
pensamos, sentimos, imaginamos. Sostiene también que cuando
meditamos, la química del cerebro cambia y por ende ese cambio se manifiesta en
la totalidad del individuo.
La famosa fórmula, en la cual La Felicidad, está siempre allá lejos, fuera de
alcance y que consiste en tratar de convencernos que vamos a estar mejor o más
felices cuando ocurra cierto evento o alcancemos una determinada meta, dejó de
funcionarme hace tiempo. No adhiero a esa creencia porque creo que tenemos que
ser felices en el aquí y ahora. Y es por eso que nuestro dialogo interno se
vuelve crucial.
Tampoco me simpatizan esas corrientes que
proponen repetir afirmaciones positivas cuyos efectos mágicos aparecerán por el
sólo hecho de repetirlas hasta el cansancio. Para obtener resultados, siempre
tuve que poner el cuerpo y mente en acción. Eso sigue vigente en mi vida hasta
el día de hoy a pesar que me gustaría que la magia funcione a tracción de
palabras solamente.
La peor batalla es siempre la que me presenta
ese ejército de pequeños “gremlins
pica-sesos”, cada vez que me propongo salir de mis áreas de confort y
arriesgar nuevos escenarios. Su misión es objetar cualquier movida que pueda
poner en riesgo el statu quo. La unión hace la fuerza, dicen y la suma de cada
una de esas pequeñas voces termina constituyéndose en un poderoso alarido
interno que invade mi mente con cada una de mis creencias limitadoras. Actúa como
un virus, infectando lenta y sutilmente
mis pensamientos, generando escenarios imaginarios,catastróficos y
paralizantes. Este proceso es el peor y más
toxico de mis hábitos mentales. La meditación fue la gran medicina que me ayuda
a reconocerlo y evitarlo. Aquietar la mente genera una fuente de energía inimaginable
que luego uno puede invertir en lo que lo haga más feliz.
Estos días observé cuál es mi diálogo
interno, cómo es el tráfico de mis pensamientos, cuál es el beneficio de sostener hábitos tóxicos,
para qué hacerlo, de qué modo me hablo a
mí misma, cómo influye eso en mis
emociones, estados de ánimos, en mis acciones y finalmente, en la forma que
quiero estar en el mundo.
Aprendí que no es un tema menor de qué manera
alimento mi mente. Mis pensamientos son la materia prima de mis emociones y
acciones. En la medida que elija más y mejores pensamientos, voy a tomar mejores decisiones, forjare relaciones
interpersonales más significativas y mi vida será más armónica, saludable y
feliz. Todo esto sólo puede impactar positivamente en mi entorno más cercano y así
sucesivamente, en contextos más lejanos.
Desde mi mirada, el mundo es una construcción
o manifestación de nuestra consciencia
colectiva, por lo tanto, si queremos un mundo mejor, el cambio debe
empezar por uno. Si cambio yo, cambia el mundo.