"Cada nuevo amigo que ganamos en la carrera de la vida, nos
perfecciona y enriquece más por lo que descubrimos de nosotros mismos, que por lo que
él mismo nos da". (Miguel de Unamuno)
La famosa expresión “nada
es para siempre”, normalmente
asociada a lo efímero de las relaciones amorosas, podría aplicarse también a casi todos los lazos que
desarrollamos en nuestras vidas. Los vínculos surgen de las interacciones entre
las personas y mientras evolucionamos en este impredecible y asombroso viaje, los vínculos, se
transforman como algo inevitable e ineludible.
En la India enseñan las "cuatro
leyes de la espiritualidad" que hablan justamente sobre esto. La primera dice "La persona que llega es la correcta", es decir que nadie llega a nuestras vidas por casualidad,
todas las personas que nos rodean, que interactúan con nosotros, están allí por
algo, para hacernos aprender y avanzar en cada situación.
A medida que transitamos este sinuoso camino de la vida, nos
sorprendemos acumulando una variedad amigos: los de la infancia, compañeros del
colegio, de la facultad, del trabajo, amigos
del club (que dejaste de ir hace 20 años), ex cuñados, ex vecinos, ex novios y así
vamos poblando nuestro universo social
con una cantidad de relaciones, algunas entrañables y otras inexplicables. Todos ellos aportaron lo suyo para construir el
entramado de nuestra vida y son a la vez, la evidencia de la imposibilidad de congelar
los vínculos.
Inexorablemente, la cercanía que en algún momento de la vida
compartimos, se va diluyendo, transformando, perdiendo vigencia y en la mayoría
de los casos, cuando la vida vuelve a cruzarte con esos amigos, enfrentamos la
incómoda sensación de estar con perfectos extraños, a los que recordamos con
afecto o simpatía, pero que solo nos une el pasado compartido. La cuarta ley lo
resume así: “cuando algo termina, termina“. Si algo terminó en nuestras
vidas, es para nuestra evolución, por lo tanto es mejor dejarlo, seguir
adelante y avanzar ya enriquecidos con esa experiencia.
No creo que el compartir cotidiano sea la clave. Hay amigos
que vemos quizás una vez al año y tenemos la sensación de habernos visto el día
anterior por última vez. La fluidez de las conversaciones y afinidad siguen
intactas. La teoría que proclama que a las relaciones hay que alimentarlas
todos los días, no termina de convencerme. Y digo esto, porque tenemos “amistades” con las que compartimos todos
los días, en las cuales nada significativo ocurre.
Mis relaciones más valiosas se basan en estos tres pilares: intimidad, aceptación
y disponibilidad.
La Intimidad, implica el desafío de compartir los secretos de nuestros
corazones, mentes y almas con otro ser humano, tan imperfecto y frágil como uno.
No es una condición que surge espontáneamente, sino que acontece como
consecuencia de la decisión de abrirnos y exponer nuestra vulnerabilidad.
Puede darse en distintos niveles de profundidad, en distintos tiempos y
dominios de nuestras vidas. Pero cuanta más intimidad tenemos en una relación,
gozamos de más libertad para mostrarnos tal cual somos.
De la mano con esta idea, aparece la aceptación. Aliada
indispensable para lograr intimidad. Para poder mostrarnos tal cual somos, sin
el temor de sentirnos juzgados o rechazados. Poder ser uno mismo en total
libertad, es uno de los grandes regalos de la amistad.
La disponibilidad, entendiéndola como la
certeza de poder contar con el apoyo de un amigo. Quizás esta sea la condición
equivalente a “poner el cuerpo” en el vínculo. Con poner el cuerpo, no me
refiero literalmente a estar de cuerpo presente, sino estar genuinamente
dispuesto a dedicarle tiempo y atención a un amigo cuando necesita apoyo,
contención, ser escuchado o simplemente compañía.
Ser testigos unos de otros en la evolución de nuestras
vidas, compañeros de viajes, donde por momentos el camino nos acerca y transitamos
un trecho juntos y luego, los senderos se bifurcan y cada uno sigue su propio atajo,
es lo que nos pasa todo el tiempo. Quizás la clave está en saber acompañarnos,
respetando los tiempos de cada uno, tanto
en la cercanía o la distancia, cuando la coincidencia juega a favor, o cuando la
tenemos a nuestras espaldas.
Que una amistad sea entrañable, depende más de la calidad y profundidad de lo compartido, del
sentimiento que surge como consecuencia de todos esos momentos de “común unión”,
más que de la cantidad de horas vividas
juntos. Sin esos 3 “ingredientes”, las relaciones terminan por resumirse en un
sordo intercambio de clichés, colmados de buena urbanidad, pero vacíos de
contenido, que solo sirven para tapar el
incómodo silencio que separa a dos extraños conocidos.