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domingo, 5 de enero de 2014

Miedo al caos

“¿Te digo algo sobre el caos? Es miedo…; el miedo a cambiar, la ruptura de un paradigma; el caos como revolución social."  (El Guasón –Batman)
Vivimos en la búsqueda de certezas, de control, de seguridad, de estabilidad, aun sabiendo que lo único permanente es el cambio. Nos resistimos a aceptarlo y preferimos elegir el auto-engaño, no sé bien si calificarlo como infantil u omnipotente, de creer que podemos controlar la vida.

Jugamos a ser "todos poderosos" y pretendemos controlar nuestro entorno, horarios, comidas, empleados,  pensamientos, emociones, cuerpo, clima, la reacción  y opinión de terceros. La lista podría ser interminable y sólo evidencia la trampa en la que nos encontramos presos los  seres humanos: la quimera del control, como la panacea de la seguridad.

A la mayoría nos aterra salir del paisaje conocido, de nuestra zona de confort, donde cándidamente creemos que no vamos a tener sorpresas, o que las situaciones inesperadas, no van a generar una gran demanda de adaptación. En algún lugar de nuestros cerebros, trasgredir los límites del control y el orden pre-establecido, es equivalente a vivir en el caos. En ese contexto, el que se anima a hacerlo, lejos de llevarse el mote de “valiente”,  inmediatamente se convierte en un loco, inconsciente o  irresponsable. Es lo que tenemos más a mano, cuando ocurre algo que no podemos explicar o no coincide con ningún parámetro del universo conocido y familiar.

Nadie quiere vivir en el caos. El caos nos remite a situaciones de hostilidad, desorden, anarquía, incertidumbre, perplejidad. Nos dispara emociones asociadas a la desconfianza, desasosiego, ansiedad, zozobra, preocupación, agitación, que no son más que distintas manifestaciones de miedo. En menor o mayor medida, tenemos miedo al caos y nos apegamos a la búsqueda incansable del control y una falsa seguridad. Vamos construyendo murallas, cada vez más rígidas e inaccesibles para protegernos del cambio, lo desconocido o inesperado. Evitamos por todos los medios enfrentar la desconfianza que nos provoca la flexibilidad. La resistimos con todas nuestras fuerzas, quizás sin percibir que lo único que logramos es sumar frustración, agotamiento y soledad. La soledad  aparece así como una de las inevitables consecuencias de la rigidez, porque al final del día, nadie quiere compartir la vida con alguien que ya diseñó hasta cómo deben ser sus amigos.

La flexibilidad, palabra casi relegada a lo gimnástico o a la elongación de las personas, también aplica para nuestra forma de pensar y entender el mundo. Ser flexible no significa ser tibio. Ser flexible requiere de mucha conciencia sobre lo que es importante  y necesario para cada persona. Implica la capacidad de rediseño sobre la marcha, estar abierto a sorprenderse, a aceptar nuevos escenarios y respuestas. Abrazar la flexibilidad es aprender a vivir con esa cuota de incertidumbre que nos da la posibilidad de conectar más plenamente con el presente, comprendiendo y tomando lo que sucede, esté previsto o no.


No soy una defensora de la anarquía o de la improvisación como plan, sencillamente creo que al contemplar la posibilidad que dentro de un plan, haya cosas que puedan salir de otra manera, esa simple idea nos da libertad y más capacidad de disfrute. Soltar la idea de controlar todo, soltar la certeza de que las cosas deben ser como las imaginamos, poder hacer con lo que hay y no con lo que creíamos que habría, ahí radica el gran desafío de nuestro tiempo.

jueves, 28 de marzo de 2013

¿Atrapados sin salida?


“La vida es lo que pasa cuando estás ocupado en otros planes”. (John Lenon)

En este último tiempo empecé a pensar que te da "chapa",  como se dice coloquialmente, o en otras palabras, un aire de importancia, vivir ocupado. Cada vez es más común cuando le preguntas a la gente sobre cómo están, las respuestas que tienen más a mano son: "estoy envuelto en llamas, detonado, sobrepasado, filtrado, fisurado, quemado", y así desarrollamos una increíble variedad de expresiones que describen un estado de agobio y agotamiento que, paradójicamente, no deja de ser un estandarte vanidoso, que describe cuán importantes e imprescindibles somos. Sentimos culpa si no estamos permanentemente trabajando o realizando alguna actividad para promover nuestro trabajo. Pareciera que si decidimos parar por una media hora, para lo que fuera y dejar de hacer lo que nos mantiene tan exigidos, algo catastrófico podría  ocurrir.


Todo este escenario, agravado por el aporte de la tecnología,  que nos facilita poder estar “conectados”,  las 24 horas del día a nuestros trabajos, amistades, redes sociales, lo que fuera que impida tener una conversación, cara  a cara, con la persona que tienes al frente. ¿No van a decirme que nunca vieron un grupo de personas, sentadas alrededor de una mesa en un bar y todas con sus miradas fijas en sus celulares? Mi impresión es que nunca fue tan difícil como ahora, conectar, poder desarrollar vínculos significativos con otros.


Hasta los niños están súper ocupados al punto del agotamiento, como si fueran mayores. Somos los adultos los que nos ocupamos de llenar sus agendas con tareas extracurriculares, no vaya a ser cosa que lleguen a sus hogares con algún resto de energía para jugar o simplemente hacer nada. ¡Nos aterra la idea de tener tiempo libre o que otros lo tengan!


Pertenezco a la generación la cual después del colegio, podía disfrutar de horas libres, sin tareas pre establecidas. Pude disfrutar de andar en bicicleta, inventar mis propios juegos, leer, pintar, explorar mi barrio, jugar con mis amigos mirándolos a los ojos. Fueron esas horas libres las que moldearon la idea de cómo quería vivir mi vida.


Esto no me convierte en una defensora de los eternos “Peter Pans”, que se niegan a crecer y volverse adultos responsables. No, esa no es mi posición. Sólo me  interesa decir que no somos víctimas de la histeria y delirio en el que vivimos. Ellos no son necesarios  o una condición inevitable de la vida pos-moderna.  Es una forma de vivir que elegimos y por lo tanto somos responsables de ello.


¿Me pregunto si nos convertimos en una sociedad adicta a estar siempre ocupados; ya sea por ansiedad, empuje o ambición, o es simplemente pánico a lo que tendríamos que enfrentar en caso de disponer más tiempo libre?  ¿Al estar siempre tan ocupados, podemos percibir si lo que nos está consumiendo la vida tiene algún sentido o propósito que no sea el mero hecho de pagar las cuentas? Obviamente que al estar siempre con la agenda sobre cargada, no hay manera que nuestra vida parezca trivial, simple o sin sentido. El estar "envuelto en llamas", es una quimera que nos ofrece una especie de garantía o pseudo-protección contra el vacío existencial.


Vivo en una sociedad que no sabe cómo ocupar su tiempo libre. No nos enseñaron a disfrutar el no estar ocupado, que no es lo mismo que no hacer nada. Nos hicieron creer que esas horas libres, si no las llenamos con tareas, son horas desperdiciadas. Nada más aterrador que desperdiciar el tiempo, en una era donde todo ocurre a una velocidad vertiginosa y el bajarse de ese ritmo es casi un pecado.


Cuando me refiero a honrar el tiempo libre, sin actividad, no estoy defendiendo la vagancia o  desidia. Me refiero a esa sensación que transcurre cuando estamos de vacaciones, lejos de la rutina y obligaciones. Para mí, la verdadera vida es esa, cuando somos sin rótulos o roles pre-establecidos. Es un tiempo vital, indispensable para la mente, el cuerpo y  espíritu, que nos permite crear, poner nuestro mapa de ruta en perspectiva, corregir el rumbo si hay que hacerlo y poder seguir adelante. Es crucial para combatir la alienación social en la que estamos inmersos, dar cada paso sin aturdirnos, ni asustarnos, conectar con nuestras necesidades y elegir actividades que estén alineadas con nuestro propósito existencial. La vida es muy corta para vivir ocupado, sin ningún sentido.