“¿Te digo algo
sobre el caos? Es miedo…; el miedo a cambiar, la ruptura de un paradigma;
el caos como revolución social."
(El Guasón –Batman)
Vivimos en la búsqueda de certezas, de control, de
seguridad, de estabilidad, aun sabiendo que lo único permanente es el cambio.
Nos resistimos a aceptarlo y preferimos elegir el auto-engaño, no sé bien si calificarlo como infantil u omnipotente, de creer que
podemos controlar la vida.
Jugamos a ser "todos
poderosos" y pretendemos controlar
nuestro entorno, horarios, comidas, empleados, pensamientos, emociones, cuerpo, clima, la
reacción y opinión de terceros. La lista
podría ser interminable y sólo evidencia la trampa en la que nos encontramos
presos los seres humanos: la quimera del
control, como la panacea de la seguridad.
A la mayoría nos aterra salir del paisaje conocido, de
nuestra zona de confort, donde cándidamente
creemos que no vamos a tener sorpresas, o que las situaciones inesperadas, no
van a generar una gran demanda de adaptación. En algún lugar de nuestros cerebros,
trasgredir los límites del control y el orden pre-establecido, es equivalente a
vivir en el caos. En ese contexto, el que se anima a hacerlo, lejos de llevarse
el mote de “valiente”, inmediatamente se
convierte en un loco, inconsciente o irresponsable.
Es lo que tenemos más a mano, cuando ocurre algo que no podemos explicar o no
coincide con ningún parámetro del universo conocido y familiar.
Nadie quiere vivir en el caos. El caos nos remite a
situaciones de hostilidad, desorden, anarquía, incertidumbre, perplejidad. Nos
dispara emociones asociadas a la desconfianza, desasosiego, ansiedad, zozobra,
preocupación, agitación, que no son más que distintas manifestaciones de miedo.
En menor o mayor medida, tenemos miedo al caos y nos apegamos a la búsqueda
incansable del control y una falsa seguridad. Vamos construyendo murallas, cada
vez más rígidas e inaccesibles para protegernos del cambio, lo desconocido o
inesperado. Evitamos por todos los medios enfrentar la desconfianza que nos
provoca la flexibilidad. La resistimos con todas nuestras fuerzas, quizás sin
percibir que lo único que logramos es sumar frustración, agotamiento y soledad.
La soledad aparece así como una de las
inevitables consecuencias de la rigidez, porque al final del día, nadie quiere
compartir la vida con alguien que ya diseñó hasta cómo deben ser sus amigos.
La flexibilidad, palabra casi relegada a lo gimnástico o a
la elongación de las personas, también aplica para nuestra forma de pensar y
entender el mundo. Ser flexible no significa ser tibio. Ser flexible requiere
de mucha conciencia sobre lo que es importante y necesario para cada persona. Implica la
capacidad de rediseño sobre la marcha, estar abierto a sorprenderse, a aceptar nuevos
escenarios y respuestas. Abrazar la
flexibilidad es aprender a vivir con esa cuota de incertidumbre que nos da la posibilidad
de conectar más plenamente con el presente, comprendiendo y tomando lo que
sucede, esté previsto o no.
No soy una defensora de la anarquía o de la improvisación como
plan, sencillamente creo que al contemplar la posibilidad que dentro de un plan,
haya cosas que puedan salir de otra manera, esa simple idea nos da libertad y más
capacidad de disfrute. Soltar la idea de controlar todo, soltar la certeza de
que las cosas deben ser como las imaginamos, poder hacer con lo que hay y no con
lo que creíamos que habría, ahí radica el gran desafío de nuestro tiempo.