domingo, 27 de enero de 2013

Metamorfosis


Mark Taiwn dijo: “Dentro de 20 años estarás más arrepentido por las cosas que no hiciste, que por las que hiciste. Así que suelta amarras, navega lejos de puertos seguros, coge los vientos alisios. Explora. Sueña.”

Abandonar lo seguro por lo incierto suele ser una experiencia amenazadora y  nos pone de cara con los recursos con los que contamos. Algunas veces,  para nuestra sorpresa, salen también a relucir, habilidades, destrezas o  cierta sabiduría que desconocíamos tener.

Cuando empecé a plantearme cómo quería vivir mi vida los próximos diez años, vino casi de la mano un proceso de revisión y selección de cuáles eran realmente las relaciones, objetos y actividades importantes en mi vida y claramente, cuales no lo eran o nunca lo fueron y así y todo, demandaban aún una gran cantidad de energía en mi día a día.

Este proceso de reconocimiento de lo vital, implicaba necesariamente soltar. Vaciar para hacer lugar. Dejar lo viejo, conocido y seguro para aventurarme a ese espacio, en apariencia vacío de lo familiar para darle forma a mi nueva vida, a una nueva identidad. Implicaba también dar un salto. No se puede avanzar por más esfuerzo que se haga, si un pie sigue firme, anclado en el pasado.

Si, me siento extraña y trato de aceptarlo sin resistencia. Dejar atrás mi identidad oficial, vivir esta transición y poder ser sincera en la atención de mis necesidades, es mi mayor desafío para poder encontrar mi nuevo lugar en el mundo. La vida  me da una segunda oportunidad y no quiero esta vez ajustarme a un rol en el cual tenga que recortar, relegar o negar aspectos nucleares de mi ser para satisfacer expectativas ajenas, recibir reconocimiento, o encontrar seguridad material que impliquen la incomodidad de mi alma.

Así  fue como empecé a hacerme muchas preguntas y el espacio del trabajo fue unos de los ámbitos que primero puse bajo la lupa.

¿Por qué o para qué trabajo o  trabajaba como lo había estado haciendo?

Mi respuesta fue que lo hacía en parte para pagar las cuentas y contribuir con la economía. Porque el trabajo me daba un sentido de dirección, me conectaba con otras personas y de alguna manera definía parte de mi identidad.

También pude reconocer que fue recién en los últimos seis años cuando comencé a plantearme la necesidad de que mi trabajo tuviera un impacto social o comunitario y de alguna manera contribuir a un bien mayor, que superara la mera gratificación personal. Preguntas tales como: “¿Qué hago aquí? ¿Para qué sigo en esto si no me realizo? ¿Cómo me juzgarán si renuncio al éxito, al prestigio, al bienestar material?”,  dieron paso a otras como: “¿Qué trabajo estaré  destinada a hacer en la vida? ¿En qué tarea mi alma se alimentará y podrá expresar todo su potencial? ¿De qué manera podré aportar al todo del que somos parte? ¿Qué tipo de trabajo me dará paz e integridad, más allá de los esfuerzos que requiera? ¿En qué ocupación podré hacer mi mayor y mejor aporte que brinde sentido a este planeta?”.

Estos interrogantes no se refieren a factores como el éxito social, la fecundidad económica o el prestigio que puede concederme la mirada ajena. Son más bien preguntas que apuntan a cuestionarme  cuál era la actividad que me  permitiría  expresar mis valores en un contexto ético, empezando por el entorno más cercano y tangible, en el cual podría manifestarme de una manera personal, única, aunque muchos hicieran la misma tarea.

Hay días en que me gana la impaciencia. Me resulta muy difícil imaginar que es lo que sigue, si no logro frenar esta carrera de la que vengo, recuperar el aliento para lograr perspectiva. La transición se parece a una lenta metamorfosis que implica pequeños pasos, desvíos, perseverancia, creatividad, iniciativa y entereza. Quizás este reinventarse solo implique un pequeño reajuste del bagaje presente o una profunda renovación. No lo sé.


Buscar nuevos horizontes implica aceptar la incertidumbre pero de algo estoy segura. Sé que mientras busque, quizás pase por más de un oficio o profesión pero sea lo que fuere que elija hacer, será una labor que me permita expresar, dar forma y sentido a toda mi materia prima espiritual, emocional, creativa que representa mi verdadera e intransferible identidad. Será una labor que contribuya a hacer del mundo un mejor lugar. Puede sonar pretencioso pero es sincero. No quiero arrepentirme, no me gustaría dejar este planeta sin antes haber intentado hacerlo mejor para los que queden y los que vendrán.

domingo, 20 de enero de 2013

Abrazando mi vulnerabilidad


“La vulnerabilidad, la ternura, la capacidad de dar amor son esas cualidades que empiezan cuando dejamos de controlar y aceptamos que sólo desde ahí, desde ese lugar en el que todas las emociones son posibles, es desde donde se establece la verdadera conexión con los demás”. (Brene Brown)

Pertenezco a una generación de mujeres protagonistas de una revolución social. Soy parte de ese grupo de mujeres a las que nos enseñaron que podíamos ser y hacer todo lo que quisiéramos. Fuimos beneficiarias directas de la liberación que produjo la aparición de la píldora anticonceptiva. Situación que se potencia con el constante avance de la tecnología, que terminó por hacernos creer que hasta la diferencia física entre el hombre y la mujer era inexistente. Hoy podemos manejar camiones, aviones, ir a la guerra, conducir países o hacer cualquier cosa que nos propongamos. Entendimos que son las máquinas las que mueven las cosas, no la fuerza de las personas y la fuerza o poder, dejó de ser una cuestión de géneros.

Es así cómo fue instalándose en mi mundo este modelo a seguir, el de la Mujer Todopoderosa. Mostrarse vulnerable era casi como un pecado mortal, una vergüenza, un fracaso. Todas queríamos pertenecer a la casta élite de las "mujeres que todo lo pueden”. Con el paso de los años, a medida que fui dejando la adolescencia para entrar en mi adultez, descubrí que eso de ser una especie de Wonder Woman condenada a vivir una vida de simples mortales, era bastante frustrante. Esta poderosa revolución social que habíamos causado y que estaba en marcha, había puesto en jaque a todo el  sistema de relaciones y roles tradicionales, amenazándonos con dejarnos cada vez más solas e imposibilitadas de hacer contactos genuinos, sobre todo con el sexo opuesto.

Durante una década estuve tironeada, sin poder decidirme o hacer una buena síntesis entre el rol de la mujer tradicional, madre de familia y ama de casa, y la figura de la mujer posmoderna, profesional, competitiva y omnipotente. Esa lucha fue muy desgastante hasta que tuve alguna intuición que la clave del conflicto estaba en aquel viejo mandato en el cual ser y mostrarse vulnerable, era sinónimo de debilidad. Admitirlo, ponía en riesgo mi supervivencia.

El año pasado tuve la dicha de cruzarme con esta clarísima y reveladora conferencia de Brene Brown, una científica, trabajadora social e investigadora sobre la conexión humana, la capacidad de empatía, de pertenencia y de amar. En la siguiente Ted Talk, “El poder de la Vulnerabilidad”, postula que si bien la vulnerabilidad es el núcleo de la vergüenza y el miedo, los dos grandes obstáculos para lograr verdaderas conexiones entre los seres humanos, es a su vez  el punto de partida para la dicha, la felicidad, la creatividad y pertenencia.


Hace tiempo que pude guardar el traje de Mujer Maravilla en el placard. No puedo negar que cada tanto me siento tentada a volver a usarlo. El mandato es tan fuerte, que lo hago de manera inconsciente. Todavía hoy es un aprendizaje cotidiano, no esconderme detrás de un personaje que haga de escudo entre quien soy y cómo me gustaría que me vean.  Por sobre todas las cosas, poder abrazar mi vulnerabilidad y aceptarme tal cual soy.

domingo, 13 de enero de 2013

¿Quién soy?

"Esta necesidad de un sentimiento de identidad es tan vital e imperativa, que el hombre no podría estar sano si no encontrara algún modo de satisfacerla". (Erich Fromm).


¿Quién soy? Pregunta recurrente si las hay dentro de mi repertorio de cuestionamientos existenciales. Poder responderme y definir mi identidad fue una necesidad  vital desde una temprana edad, tan importante como alimentarme o recibir afecto.

Rápidamente intuí que no podría darme una respuesta absoluta y empecé a pensar en mi identidad como un rompecabezas para armar; uno en el cual no tendría todas las piezas desde el principio y tampoco sabría cómo sería el diseño terminado. Sólo contaba con algunas tradiciones heredadas, como punto de partida y mi voluntad por entender quién era yo.

Aprendí que mi identidad no era un enigma a ser descubierto, sino que sería yo la responsable y creadora de la misma. Supe también que no habría mapas o garantías, que la incertidumbre y el riesgo estarían presentes a lo largo del camino.

Este es aún hoy -y mientras siga viva- mi ejercicio cotidiano, que por momentos me lleva por caminos conocidos y  otras veces, por senderos nunca antes transitados. Se que no se trata de una construcción unilateral, sino más bien colectiva, en la cual yo puedo crear universos y ellos, a su  vez, terminan por definirme. No siempre es claro, me confundo y me sorprendo con frecuencia atrapada en dilemas como estos:

¿Soy lo que hago? Muchas veces al contar quién soy, automáticamente tiendo a enumerar una larga lista de roles que tienen que ver con lo que hago o produzco: soy la ejecutiva de una determina empresa, escritora, hija, madre, amiga, novia, lectora, practicante de tal deporte o disciplina etc. Reconozco que hay roles más preponderantes o permanentes que otros en mi proceso de identificación con mi Ser. Ahora, qué ocurre cuando esos roles desaparecen. ¿Si dejo de producir o hacer, dejo de ser yo?


¿Soy lo que tengo? También paso por momentos de identificación de mí ser con el tener y en tal caso soy en función de esas posesiones. Y de nuevo me pregunto, qué ocurre si pierdo ese trabajo, esa casa, auto o mi maleta. ¿Hasta dónde mi identidad se ve afectada?


En estos días volví a cruzarme con la Ley del Dharma. No es casualidad, no creo en ella. Sentí que allí estaba en parte, mi respuesta a este dilema.

Esta ley sostiene que "cada uno de nosotros tiene un talento único y una manera única de expresarlo. Hay una cosa que cada individuo puede hacer mejor que cualquier otro en todo el mundo y por cada talento único y por cada expresión única de dicho talento, también existen unas necesidades únicas. Cuando estas necesidades se unen con la expresión creativa de nuestro talento, se produce la chispa que crea la abundancia. El expresar nuestros talentos para satisfacer necesidades, crea riqueza y abundancia sin límites".

Hoy estoy sin trabajo. Gran parte de mis roles cesaron de existir. Tampoco tengo a mi alcance mis más  familiares y sólidas posesiones materiales. No puedo negar que mi identidad está fragmentada y se siente extraño. Con este escenario despojado de la inercia cotidiana, de roles y títulos, no me quedó otro remedio más que encontrarme cara a cara con mi Yo desnudo. 

No soy lo que tengo, tampoco lo que hago. Lo que tengo y lo que hago, es producto de lo que soy. Hoy, siento la excitación de poder continuar con mi propia creación, contando con la experiencia de todo este camino recorrido. Llegó el momento de provocar una más genuina y profunda sintonía con la persona que soy y con la que puedo llegar a ser. Es como tener una hoja en blanco ante mi, sentir que estoy ante la presencia de la potencialidad pura, el momento propicio para descubrir cuál es ese, mi talento único.

domingo, 6 de enero de 2013

El Precio


Me llevó mucho tiempo tomar conciencia que había permanecido gran parte de mi vida atrapada en ese juego de roles, en el que el mundo se dividía en victimas o victimarios. A partir de ese momento, en un principio intuitivamente y luego a pura conciencia obstinada, no paré de buscar la llave liberadora, que me  permitiera escapar de esa trampa y salvarme.

Cité a Oriah Mountain Dreamer al final de mi post anterior, en su poema The Invitation, porque resume con claridad esa necesidad vital que me acuciaba: salvarme,  aún siendo señalada de traidora por no ser funcional a la manipulación de terceros.  Poder elegirme sin culpa o vergüenza, sintiéndome merecedora del legítimo derecho de ser feliz y entendiendo que el peor de los pecados sería traicionar mi propia naturaleza.

En este proceso de definir cómo quería estar parada en el mundo y de qué manera vivir mi vida,  a veces me encontré jugando de victima, otras, de victimario. Ninguno de esos espacios me resultó cómodo y fue así como empecé a desandar el camino de la culpa para entrar al terreno de la responsabilidad y decidir que es en este espacio donde quería permanecer. Algunos descubrimientos fueron determinantes para tomar esta decisión:
  • Reconocerme portadora de una negativa herencia  moral judeocristiana que me predisponía sentir culpa y aprender a estar atenta a ello.
  •  Entender que la vida es cambio permanente y que era necesario revisar  mis  paradigmas para poder  así re-definir si lo que antes  parecía correcto, aun seguía en ese plano o no y en función a eso re-diseñar mi sistema de creencias.
  •   Saber que mi vida se siente en armonía y verdadera,  sólo cuando no hay contradicciones entre lo que siento, digo y hago.
En esto que yo llamo el “Juego de Victimas y Victimarios”,  la culpa tiene un papel crucial y  está claro que de juego no tiene nada. Quizás sea una de las dinámicas  más intrincadas y dolorosas  en las que nos enredamos los seres humanos.

El peor rasgo que encontré de la culpa fue el devastador efecto de devaluación que provoca en sus portadores. Cuando nos sentimos culpables, (no importa si somos victimas o victimarios, si lo sentimos a flor de piel o en lo más profundo de nuestras consciencias), terminamos por elaborar el peor concepto de nosotros mismos, nos juzgamos como personas detestables, merecedoras del más cruel castigo por haber quebrado algún mandato social, moral o religioso. La culpa en todos los casos debilita, afecta nuestro discernimiento, socava la autoestima, dejándonos susceptibles al chantaje y manipulación.

En el uso del lenguaje y en la forma de vivir las emociones y sentimientos, es difícil distinguir la diferencia entre culpa y responsabilidad. La culpa generalmente está ligada con la sensación de haber cometido un pecado o un crimen. La responsabilidad está ligada  a la idea de poder hacernos responsable de nuestras acciones o deseos. Cuando aparece la culpa como consecuencia de una acción, el malestar está dirigido a nuestra auto-valoración como individuos. Si aparece la responsabilidad, el malestar está ligado a la acción y a la capacidad de repuesta y  enmienda que podemos generar. La culpa no ofrece una respuesta superadora. El arrepentimiento no es reparador.

Salir de la trampa de la culpa, tiene su precio. Mucha gente se enojó, otros se alejaron, quedaron los que resonaban con mi búsqueda y aparecieron nuevas y valiosas personas en mi vida. Cuando pude dejar de reaccionar y de culpar o culparme, aprendí que podía elaborar mis respuestas y así fue como mi relación con la culpa empezó a disolverse, empezaron a haber menos victimas y verdugos. Debo admitir que en un principio, me asusté un poco. Sentí que me quedaba sola, con mi destino entre mis manos. La costumbre de poder “culpar” a un otro, sea una persona, el clima o el destino por mis frustraciones o sufrimientos, era bastante cómodo. Tomar total responsabilidad de mis actitudes y respuestas emocionales era un desafío liberador pero a la vez demandaba mi mayor entrega en autenticidad  y control sobre mi ego.

Con todo esto, no quiero estigmatizar la culpa. Para mi es importante poder reconocerla cada vez que aparece, experimentarla, identificar porque se encuentra ahí y dejarla fluir hasta poder conducirla al siguiente estadio. Es la responsabilidad quien me conduce a un camino de reflexión, a creer que un orden es posible y que puedo ser fiel a mis deseos, en tanto y en cuanto sea capaz de responder por ellos.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Home Sweet Home




A medida que el tiempo transcurre lejos de casa, del terruño propio, de los afectos, de los sabores conocidos, de la familiaridad del hacer sin pensar, terminas indefectiblemente idealizando.El famoso "todo tiempo pasado o lejano fue mejor", cae con toda la fuerza de la melancolía contenida y lo distante termina pareciendo más lindo, más grande, más bueno o al menos, es el consuelo del  refugio de lo seguro y conocido.
Así llegue a mi Argentina, con la urgencia que provoca la sed de la distancia. Debo confesar que la recepción ofrecida, al principio me descolocó un poco. Ausentarse también genera la ilusión de pensar que al menos por unos días, uno pasará a ser el centro de atención de todo el micro universo que no se movió del lugar y se dedicó a esperar ansiosamente, el reencuentro.  Que te sobren los dedos de una mano para contar los casos de  evidencia irrefutable que sostienen esa teoría,  lo convierten en un muy débil argumento. En poco tiempo volví a aclimatarme a la sensación térmica familiar y no quedaron rastros de idealización posible.
-Dos hijos adultos, independientes, felices concretando sus proyectos y confirmando que el nido está vacío y que la fábula de ser una madre indispensable, es puro cuento!
-Tres hermanos en estado de absoluto deterioro emocional, por cansancio tras haber padecido los últimos episodios de manipulación extrema de la locura de una madre.
-Escenas de recriminación encubierta por no haber estado durante los episodios y por todos los futuros eventos que tampoco podré presenciar, por haberme mudado a otro país.
-Impotencia de sabernos rehenes. Viejos rehenes de una enfermedad ajena. Esa red que cayó sobre nosotros  hace mucho tiempo, casi el mismo tiempo que puedo recorrer con mi memoria.

No puedo dejar de preguntarme cuál es el límite de la compasión.
Cuándo fue que aprendimos que el amor a uno mismo es sinónimo de egoísmo.
Que para merecer ser amados, debemos someternos y posponer o suprimir nuestras necesidades.
Convertirse en héroes, salvadores de los más necesitados pueden resultar roles atractivos para una película u obra de teatro pero en la vida real suele ser muy peligroso si no estas bien plantado. La trampa está en que los eternos "Dadores", somos personas tremendamente necesitadas de amor y capaces de entregar hasta lo que no tenemos con tal de sentirnos amados. Al final del día, que no es lo mismo que el final de una función, sabemos que el poco o mucho afecto que pudimos conseguir, no es genuino, porque nosotros no pudimos serlo. Estuvimos actuando un rol. Mientras el objetivo sea complacer y aceptar sin condiciones, seguiremos siendo victimas de nuestra falta de coraje. Coraje para atender nuestras propias necesidades, para integrar todo lo bueno y lo malo, lo encantador y lo deplorable. Recién cuando podamos aceptarnos enteros, conectarnos con lo que realmente queremos, podremos dar y recibir amor verdadero.
Tal como dice Oriah Mountain Dreamer en su poema The Invitation:

"Quiero saber si estas dispuesto a decepcionar a otros para honrar tus necesidades.
Si puedes soportar ser acusado de traidor y aún así no traicionar tu propia alma."