“La vida humana puede compararse con el recorrido del
sol. Por la mañana asciende e ilumina el mundo. Al mediodía alcanza su cenit y
sus rayos comienzan a disminuir y decaer. La tarde es tan importante como la
mañana, pero sus leyes son distintas”. (Carl Jung)
Nadie quiere volverse viejo. A diferencia de algunas
civilizaciones, donde los ancianos ocupan un lugar de privilegio, y son
honrados y consultados por su sabiduría, en esta cultura anti-age, ser
viejo se convirtió en sinónimo de decrepitud, dependencia, limitaciones y
quizás lo
más temido, de exclusión.
Estamos en un mundo donde casi todos los roles protagónicos
están reservados para los jóvenes. Hay una sobrevaloración de la juventud y su
omnipotencia. Es ese concepto de juventud, que todo lo puede, el que nos
impulsa a hacer cualquier cosa con tal de borrar las huellas del paso del
tiempo por nuestro cuerpo. Nos sometemos a cuanta rutina de ejercicios se pone
de moda, dietas inhumanas, tinturas, masajes, cirugías, Botox y si todo eso no
alcanza, siempre podemos aplicar foto-shop, para mostrarnos tal como nos
gustaría vernos siempre. ¡Dios no permita lucir una cabeza con canas o arrugas
en la cara!
A medida que nos alejamos de la juventud y entramos en la
segunda mitad de la vida, muchos elijen engañar o auto-engañarse y mirar para
otro lado. ¿Acaso, disimular la edad, ponerse Botox y hacerse cirugías
para parecer 20 años más jóvenes, no es una manera de mentir? Viven mucho más
preocupados, o mejor dicho, desesperadamente ocupados en
sostener esa porfiada negación, en lugar de abrazar la sabiduría que viene de
la mano de la experiencia de los años vividos. Saben o intuyen que la negación, lo
único que hace es evitar hacerse cargo de lo ineludible: la llegada de la vejez
y nuestra condición de mortales. Esto, los pondría de cara con la cercanía de
la muerte y los instaría a empezar a vivir de otra manera, dejando de lado las
expectativas del mundo exterior. Como dice Jung, “para el hombre
reconocer esta curva vital significa que, desde su segunda mitad de vida, ha de
ajustarse a la realidad interior en lugar de a la realidad exterior”.
La paradoja de querer vivir en un estado de eterna juventud,
se contrapone con el concepto que tenemos del tiempo, como un recurso finito,
que siempre está evaporándose y por lo tanto no podemos detenerlo o darnos el
lujo de desaprovecharlo. Así es como vivimos
enloquecidos, a toda velocidad, en un constante estado de distracción para
evitar hacernos las preguntas transcendentales. Es esta amenazante y neurótica
relación que tenemos con el tiempo, la que nos hace verlo como un enemigo al
que hay que conquistar y sacarle el máximo provecho, exprimiendo cada minuto de
vida.
¿Si pudiéramos amigarnos con el tiempo y no interpretarlo
como el verdugo que nos recuerda segundo a segundo, que vivimos en una cuenta
regresiva desde el momento en que nacemos? ¿Si pudiéramos acompasar la
vida, confiando más en nuestro reloj interno? ¿Si pudiéramos pensar en el
tiempo como un recurso más, como un aliado que nos sostiene mientras
transitamos la vida? Quizás, solo quizás, no quedaríamos presos del frenesí de
ganarle esta carrera. Podríamos tomarnos todos los instantes necesarios para disfrutar de
cada momento y regalarnos el privilegio de disfrutar las distintas texturas y
matices de la vida, en lugar de atravesarla, abrumados por tratar de borrar los
rastros de cada minuto y cada segundo vivido.