Hoy
no podría escribir de otra cosa que no sea sobre la perdida.
Esa sensación de desolación y vulnerabilidad que nos embarga cuando alguien
querido se nos va. Más aun cuando esa partida es prematura.
Se
nos fue un amigo, un amigo casi hermano porque siempre fue parte de nuestra
familia. Si bien la tristeza nos afectó profundamente a todos, sé que esa
tristeza no es la misma en cada uno de nosotros. Este amigo es y seguirá siendo
el mejor amigo de unos de mis hermanos porque el amor verdadero
perdura, aún cuando el objeto amado no esté más presente físicamente.
Yo
fui testigo de esa amistad, desde cuando eran niños. Fui testigo de sus
travesuras, de sus sonrisas cómplices, del cariño entrañable que los unía, que
ni siquiera el hecho de vivir en países diferentes, pudo debilitar el vínculo.
Ese lazo que sólo entienden los que tuvieron la bendición de
encontrar un alma con quien resonar. Esas almas que reflejan recíprocamente sus
naturalezas, compensando, sin reproches, sin censuras, disfrutando del fluir
del amor de hermanos de la vida, porque así estaba escrito y así fue y así
será.
Cuando
la muerte te toca tan de cerca, es inevitable poner toda la vida en perspectiva
y cuestionarte:“¿qué estoy haciendo, hacia dónde voy, con quién quiero
compartir la vida, cuál es el sentido de las cosas?”. Vivimos como si fuéramos
inmortales, hasta que un hecho como este nos deja desnudos e indefensos
ante la fatalidad, ante la certeza de nuestra finitud y lo que parecía
perfectamente lógico y aceptable un minuto atrás, de pronto nos ubica en un
escenario absurdo, amenazado por una sensación de desperdicio.
Todo
el proceso de despedida es desgarrador. Vi a mi hermano grabar
desconsoladamente en su computadora cuanta foto de su amigo se posteaba en
Internet, en un intento desesperado por retenerlo por unos días, unas horas, lo
que fuera, con tal de no enfrentar la idea que nunca más podría mirarlo a los
ojos.Triste pero contundente, la recreación de la memoria siempre será
insuficiente ante la necesidad de un abrazo. Luchar contra el apego y
aceptar que ya no está, es lo más duro.
Termino
pensando que las verdaderas víctimas somos los que nos quedamos sufriendo la
perdida. Somos nosotros los que tenemos que sobreponernos a esa mutilación,
porque seguramente no volveremos a ser los mismos. La muerte no sólo
nos enfrenta al dolor de la desaparición de esa persona, la muerte, nos
pone cara a cara con nuestros miedos y nos desafía a conferirle un
sentido y un propósito a nuestra existencia, para justificar una permanencia
digna en la vida.
Hoy,
antes de empezar mi clase de yoga, formulé mi intención como lo hago
usualmente. Iba a pedir por la paz de nuestro amigo y luego cambié de
parecer. Nuestro amigo era un ser tan adorable y lleno de luz que seguro paz no
le va a faltar. Pedí por nosotros, le pedí a él por los que quedamos vivos.
Vivos y desamparados. Pedí consuelo, paz en nuestros corazones y
contención para superar el dolor.
Creo
en la vida después de la muerte. Creo que la energía no se destruye y que al
abandonar el cuerpo físico, pasamos a otra dimensión. La energía es eterna, no
se crea, ni se destruye por lo tanto, me imagino que el que se va, nos mira
desde ese lugar donde no tenemos que lidiar con los pesares de la materia.
Me lo imagino empezando a disfrutar de una existencia más pura y perfecta, sin
carencias de ningún tipo y con mucha paz.
Mi
consuelo es saber que el amor es la energía más poderosa que existe. El amor es
más fuerte que la muerte. Es un puente que no conoce distancias. Es un lazo desde el corazón, que nos mantiene unidos
por toda la eternidad. Por eso no voy a despedirme, simplemente decirte que te
voy a extrañar y sólo deseo que, hasta tanto volvamos a encontrarnos, Dios te guarde en la
palma de su mano”.