sábado, 30 de marzo de 2019

Cómo Peinarse Para Una Crisis



"Todo lo que hace feliz en esta vida, despeina"


Entre todas las crisis que las mujeres esperamos enfrentar cuando nos acercamos al medio siglo, la caída del pelo no representaba una amenaza para mí! Desde chica, tuve la suerte de tener una melena sana, fuerte y brillante. Lo abundante, heredado por parte de papá y lo brillante del lado de mamá, mi pelo fue siempre una cualidad por la que me sentía, digamos: admirada. Recuerdo una vez cortándome el pelo en la peluquería de mi barrio, cuando una mujer me ofreció comprarme unos mechones para hacerse unas extensiones! Quizá en otros momentos de malaria económica lo hubiera considerado, porque pagaban muy bien, pero ese día me dio un poco de impresión pensar que parte de mi ser pudiera estar flameando en la cabeza de otra persona!

Pero volviendo al tema de las crisis, estoy segura escucharon decir que los 50 de hoy son los nuevos 30, y si estás promediando los 40, ¡seguramente te aferrarás a esta afirmación con el entusiasmo de un niño a quien lo dejan jugar con su PlayStation por media hora más. Qué no daríamos por dar una - o varias- vueltas extra en la "calesita de la juventud". ¿Verdad?

Con ese espíritu optimista me preparaba para cumplir mis 50 años, confiada en que todavía la ley de la gravedad no había sido despiadada conmigo. Pero por más generosa que la biología nos parezca, seamos honestas, quien no sintió que las cosas en el cuerpo comienzan a caer, a deslizarse casi imperceptiblemente. Día a día, no sólo cambian de lugar, sino también de tamaño- por lo general tienden a subir un talle o dos. Me encanta y hasta me da ternura, cuando estamos atravesando por esa etapa de negación y nos decimos con absoluta indulgencia: “es que estoy un poco hinchada”. ¿Quién no sintió directamente en su cuerpo los efectos del calentamiento global? No sólo por los calores que empiezan a ser parte de nuestra cotidianeidad, sino también porque todos nuestros rasgos y contornos comienzan a derretirse.

Y es cuando todo se nos está viniendo abajo, que las mujeres nos atrincheramos tras los encantos que todavía nos protegen del implacable tirano del tiempo y en muchos casos ese escudo es el pelo. ¡Sí, tan sencillo como eso! Parece toda una frivolidad, pero no lo es. Nuestro universo puede estar mal, pero si tenemos el pelo sano, brillante y en forma, sentimos que todo lo demás pasa a un segundo plano, y cual versión femenina de Sansón, nuestra autoestima se alimenta y se afianza en esa melena que nos corona y nos hace sentir que podemos con el mundo entero!

Aferrada con uñas y dientes a esa sensación de plenitud, mientras saboreaba los últimos días de mis cuarenta y nueve años, decidí ir a la peluquería a hacerme mis reflejos de siempre, y así prepararme para el gran evento: ¡mi cumpleaños número 50! Y como si el Universo hubiera adivinado mi intención de declararme en rebeldía y no envejecer, decidió cachetearme fuerte, allí justo donde residía mi vanidad femenina. Ese día lejos de brillar, me fui de la peluquería con mi pelo todo quemado! Si, así como lo leen: ¡QUEMADO!

Tomar conciencia de esta tragedia, como nos pasa a casi todos los humanos, me llevó un tiempo: pasé por la famosa etapa de negación y me decía: “no, esto no me puede estar pasando a mi. Yo siempre tuve un pelo fuerte, divino. Esto mañana va a estar mejor, o después de ese baño de crema casero va a recuperarse, o seguro que con este tratamiento millonario de nanoplastia, o de la milagrosa keratina, o con la tecnología del Botox para el pelo…" y a medida que los tratamientos se iban agotando, mi desesperación aumentaba; mis gastos en visitas a distintos peluqueros y en productos capilares crecían astronómicamente, mientras mi pelo evolucionaba hacia lo que yo percibía como una consistencia muy similar a las esponjas de alambre que usamos para limpiar cacerolas. ¡Si, sin exagerar!

Pero eso no fue lo peor, una vez que entendí que mi pelo no tenía vuelta atrás, suspendí los tratamientos y toda la capa superior de mi cabellera -la que te marca el contorno de la cara- empezó a resquebrajarse a la altura de mis ojos y caer, dejándome una especie de copete ridículo que me hacia lucir muy parecida a la hermana melliza del Pájaro Loco. Sin poder aceptar lo que me estaba pasando, probé cuanto estilo de peinado se imaginen, desde recogidos, semi-recogidos, cola de caballo, vinchas y toda una variedad de inapropiados accesorios juveniles. Hasta pensé en adoptar un look marroquí, ponerme un turbante y así ocultar el desastre que tenía en la cabeza de una vez por todas. De verdad, no sabía si llorar o reír, porque créanme, no había manera que pudiera reconocerme cada vez que me miraba al espejo… hasta que me rendí.

Volví una vez más a la peluquería, esta vez a cortarme el pelo. “Corte todo lo seco”, le indiqué al peluquero sin dudar y sabía que eso implicaba un cambio radical. Nunca me había animado a llevarlo tan corto. Mientras me observaba y trataba de asimilar esta metamorfosis, pensé en que ya era hora también de soltar todo lo superfluo, lo que no resonaba más con este nuevo tramo de mi vida. Y como en un acto de psicomagia, no sólo resurgí con un look más despojado y liviano, sino que liberé a mi autoestima de mi pelo, empecé a confiar más en mi reloj interno y abandoné toda pretensión de juventud eterna.

Digamos que los primeros pasos en la década de mis 50 no fueron fáciles. Uno nunca está preparado para vivir una crisis y mi crisis de pelo sirvió para aterrizarme, de manera poco amigable, en varios espacios de mi vida. Los 50 representaron para mi una curva vital y junto con la sensación de haber alcanzado la cima, con toda la euforia y sentido de logro que ello significa, también empecé a entender que lo que venía era el camino de bajada, pero de bajada no como decadencia, sino como de regreso al origen, a lo misterioso y esencial. Hoy lo recorro confiada, como quien tiene el privilegio de contemplar la particular belleza de una puesta de sol, disfrutando de lo cosechado, mientras me dispongo a que la vida me despeine, ahora si, sin rebeldía.