"Todo lo que hace feliz en esta vida, despeina"
Entre todas las crisis que las mujeres esperamos enfrentar
cuando nos acercamos al medio siglo, la caída del pelo no representaba una
amenaza para mí! Desde chica, tuve la suerte de tener una melena sana, fuerte y
brillante. Lo abundante, heredado por parte de papá y lo brillante del lado de
mamá, mi pelo fue siempre una cualidad por la que me sentía, digamos: admirada.
Recuerdo una vez cortándome el pelo en la peluquería de mi barrio, cuando una
mujer me ofreció comprarme unos mechones para hacerse unas extensiones! Quizá
en otros momentos de malaria económica lo hubiera considerado, porque pagaban
muy bien, pero ese día me dio un poco de impresión pensar que parte de mi ser
pudiera estar flameando en la cabeza de otra persona!
Pero volviendo al tema de las crisis, estoy segura
escucharon decir que los 50 de hoy son los nuevos 30, y si estás promediando
los 40, ¡seguramente te aferrarás a esta afirmación con el entusiasmo de un
niño a quien lo dejan jugar con su PlayStation por media hora más. Qué no
daríamos por dar una - o varias- vueltas extra en la "calesita de la
juventud". ¿Verdad?
Con ese espíritu optimista me preparaba para cumplir mis 50
años, confiada en que todavía la ley de la gravedad no había sido despiadada
conmigo. Pero por más generosa que la biología nos parezca, seamos honestas,
quien no sintió que las cosas en el cuerpo comienzan a caer, a deslizarse casi
imperceptiblemente. Día a día, no sólo cambian de lugar, sino también de
tamaño- por lo general tienden a subir un talle o dos. Me encanta y hasta me da
ternura, cuando estamos atravesando por esa etapa de negación y nos decimos con
absoluta indulgencia: “es que estoy un poco hinchada”. ¿Quién no sintió
directamente en su cuerpo los efectos del calentamiento global? No sólo por los
calores que empiezan a ser parte de nuestra cotidianeidad, sino también porque
todos nuestros rasgos y contornos comienzan a derretirse.
Y es cuando todo se nos está viniendo abajo, que las mujeres
nos atrincheramos tras los encantos que todavía nos protegen del implacable
tirano del tiempo y en muchos casos ese escudo es el pelo. ¡Sí, tan sencillo
como eso! Parece toda una frivolidad, pero no lo es. Nuestro universo puede
estar mal, pero si tenemos el pelo sano, brillante y en forma, sentimos que
todo lo demás pasa a un segundo plano, y cual versión femenina de Sansón,
nuestra autoestima se alimenta y se afianza en esa melena que nos corona y nos
hace sentir que podemos con el mundo entero!
Aferrada con uñas y dientes a esa sensación de plenitud,
mientras saboreaba los últimos días de mis cuarenta y nueve años, decidí ir a
la peluquería a hacerme mis reflejos de siempre, y así prepararme para el gran
evento: ¡mi cumpleaños número 50! Y como si el Universo hubiera adivinado mi
intención de declararme en rebeldía y no envejecer, decidió cachetearme fuerte,
allí justo donde residía mi vanidad femenina. Ese día lejos de brillar, me fui
de la peluquería con mi pelo todo quemado! Si, así como lo leen: ¡QUEMADO!
Tomar conciencia de esta tragedia, como nos pasa a casi
todos los humanos, me llevó un tiempo: pasé por la famosa etapa de negación y
me decía: “no, esto no me puede estar pasando a mi. Yo siempre tuve un pelo
fuerte, divino. Esto mañana va a estar mejor, o después de ese baño de crema
casero va a recuperarse, o seguro que con este tratamiento millonario de
nanoplastia, o de la milagrosa keratina, o con la tecnología del Botox para el
pelo…" y a medida que los tratamientos se iban agotando, mi desesperación
aumentaba; mis gastos en visitas a distintos peluqueros y en productos
capilares crecían astronómicamente, mientras mi pelo evolucionaba hacia lo que
yo percibía como una consistencia muy similar a las esponjas de alambre que
usamos para limpiar cacerolas. ¡Si, sin exagerar!
Pero eso no fue lo peor, una vez que entendí que mi pelo no
tenía vuelta atrás, suspendí los tratamientos y toda la capa superior de mi
cabellera -la que te marca el contorno de la cara- empezó a resquebrajarse a la altura de mis ojos y
caer, dejándome una especie de copete ridículo que me hacia lucir muy
parecida a la hermana melliza del Pájaro Loco. Sin poder aceptar lo que me
estaba pasando, probé cuanto estilo de peinado se imaginen, desde recogidos,
semi-recogidos, cola de caballo, vinchas y toda una variedad de inapropiados
accesorios juveniles. Hasta pensé en adoptar un look marroquí, ponerme un
turbante y así ocultar el desastre que tenía en la cabeza de una vez por todas.
De verdad, no sabía si llorar o reír, porque créanme, no había manera que
pudiera reconocerme cada vez que me miraba al espejo… hasta que me rendí.
Volví una vez más a la peluquería, esta vez a cortarme el
pelo. “Corte todo lo seco”, le indiqué al peluquero sin dudar y sabía que eso
implicaba un cambio radical. Nunca me había animado a llevarlo tan corto. Mientras
me observaba y trataba de asimilar esta metamorfosis, pensé en que ya era hora
también de soltar todo lo superfluo, lo que no resonaba más con este nuevo
tramo de mi vida. Y como en un acto de psicomagia, no sólo resurgí con un look
más despojado y liviano, sino que liberé a mi autoestima de mi pelo, empecé a
confiar más en mi reloj interno y abandoné toda pretensión de juventud eterna.
Digamos que los primeros pasos en la década de mis 50 no
fueron fáciles. Uno nunca está preparado para vivir una crisis y mi crisis de
pelo sirvió para aterrizarme, de manera poco amigable, en varios espacios de mi
vida. Los 50 representaron para mi una curva vital y junto con la sensación de
haber alcanzado la cima, con toda la euforia y sentido de logro que ello significa,
también empecé a entender que lo que venía era el camino de bajada, pero de
bajada no como decadencia, sino como de regreso al origen, a lo misterioso y
esencial. Hoy lo recorro confiada, como quien tiene el privilegio de contemplar
la particular belleza de una puesta de sol, disfrutando de lo cosechado,
mientras me dispongo a que la vida me despeine, ahora si, sin rebeldía.